Buscador

sábado, 24 de marzo de 2007

Karl Jaspers - Texto

KARL JASPERS

De Nietzsche. Introducción a la comprensión de su filosofar
Trad. de Emilio Estiú, Buenos Aires, Sudamericana, 1963

VERDAD Y MUERTE. El peligro de la verdad es más que un riesgo. Toda verdad es muerte, según el parecer de Nietzsche. Pero, aunque con diferentes símbolos, trate de decir lo que piensa acerca de este punto, no llega a aclararlo.
Desde temprano, Nietzsche ha visto, en un símbolo mítico, la unificación del conocimiento último con el naufragio en el abismo espantoso de una monstruosidad aniquiladora. “¡Edipo, el asesino de su padre, el marido de su madre; Edipo el descifrador del enigma de la esfinge! ¿Qué nos dice semejante trinidad?... Que allí donde, a través de las fuerzas adivinadoras, se quiebra la magia de la naturaleza propiamente dicha, tiene que adelantarse, como causa, alguna inaudita monstruosidad, pues ¿cómo podríamos obligar a que la naturaleza abandone sus secretos, sino mediante una resistencia victoriosa, es decir, por lo antinatural?... El mismo que... resuelve el enigma de la naturaleza, como asesino del padre y marido de la madre, tendrá que quebrar las más sagradas ordenaciones de la naturaleza. incluso, el mito parece querer insinuarnos que la sabiduría es una monstruosidad cometida contra la naturaliza; quien, por su saber, precipite la naturaleza al abismo, tendrá que experimentar, en sí mismo, la disolución de ella” (1, 67 sq)
En forma de utopía, Nietzsche se imagina “la finalización de la tragedia del conocimiento”, la decadencia de la humanidad, provocada por el saber. Al hombre le podría quedar el conocimiento de la verdad, como su única e inaudita meta, y eso de un modo tan definitivo, que el sacrificio de la humanidad entera sería adecuado a tal fin. El problema sería este: “qué impulso de conocimiento podría llevar al hombre tan lejos como para ofrecerse, por sí mismo, al sacrificio de la muerte, con el brillo de una sabiduría anticipada en los ojos? Quizá, si alguna vez el fin del conocimiento fuese el de fraternizar con los habitantes de otro planetas y si, durante algunos milenios, el saber se comunicara de astro en astro, quizá entonces, el entusiasmo por el conocimiento llegaría a pleamar” (4, 50)
A la pregunta de si el hombre y la humanidad quisieran alcanzar la muerte con la verdad; a la pregunta acerca de tal utopía, la respuesta dirá que el hombre se podría atener a ella, sin quererla directamente. “Quizá por la pasión del conocimiento, la humanidad sucumba... Nuestro impulso de conocimiento es tan fuerte que todavía podemos apreciar una felicidad sin conocimiento o la felicidad de una fuerte y vigorosa ilusión... Todos preferiríamos la decadencia de la humanidad, al retroceso del conocimiento” (4, 296, sq).
Pero sigamos preguntando. “¿Acaso es permitido sacrificar la humanidad a la verdad? El joven Nietzsche contestaba: Por cierto que no es posible... Si lo fuese, constituiría una buena muerte y una liberación de la vida. Pero nadie, salvo ilusión, puede creer que tiene la verdad de modo tan firme... La pregunta de si es permitido sacrificar la humanidad a una ilusión, tiene que ser contestada negativamente” (10, 209). Más tarde, después de que en el pensamiento de Nietzsche se produjera un salto radical, dijo: “¡Ensayemos con la verdad! ¡Quizá la humanidad sucumba! ¡Que sucumba! (12, 410).
Al abandonar la exterioridad de la utopía, Nietzsche trató de pensar sobre el carácter incompatible de la existencia dada y de la veracidad. “A la cualidad fundamental de la existencia le podría pertenecer el hecho de que, con su pleno conocimiento, sucumbiera” (7, 59). En este caso, la verdad sería la aniquilación de las ilusiones; sería “el gran medio para subyugar a la humanidad (para que ésta alcanzara su autodestrucción)” (14, 270). La verdad, entendida como deber incondicionado, sería hostil al mundo y aniquiladora del mismo (10, 208). Si rige esta proposición: “la verdad mata -incluso se mata a sí misma, en cuanto reconoce que su fundamento está en el error”- (10, 208), ella debiera estar seguida por esta otra: “la voluntad de verdad... podría ser una encubierta voluntad de muerte” (5, 275).
Pero Nietzsche no ha tratado de comunicar su peculiar y profunda experiencia de la esencia del conocimiento, que se consuma en la muerte, en los mencionados desarrollo, preferentemente conceptuales. Antes bien, los ha transmitido en repentinas iluminaciones, a través del canto o de proposiciones singulares que aclaran con la rapidez del rayo y concluyen de modo repentino.
Paradójicamente, estima que la esencia del conocer se fundamenta en el nacimiento del amor, aunque el resultado del mismo esté en su propia superación. “El cognoscente aspira a reunirse con las cosas, y se ve separado de ellas: he aquí su pasión”. De este modo, estará arrastrado por dos movimientos: el que a él mismo lo aniquila o el que por su intermedio, aniquila a las cosas. O bien “todo se debe disolver en el conocimiento” (“esfuerzo por espiritualizar todo”), o bien “el que conoce se disuelve en las cosas” (“la muerte y su pathos”) (12, 6).
La primera posibilidad (la de disolver todo en el conocimiento), alcanza su punto más alto en la experiencia del canto a la noche (6, 153 sq). Este “canto de un amante” es el lamento conmovedor de Nietzsche, y parte de la soledad de la verdad clara, a la cual no ha amado ni puede ya amar; pero se agota en la tensión de su voluntad de amar, con un amor indeterminado, sin mundo ni alegría. “Soy luz. ¡Ay de mí! Si fuese noche... Vivo en mi propia luz: absorbo en mí mismo las llamas que surgen de mí. No conozco la dicha del que acepta... Es de noche. ¡Ay de mí! ¡Y que yo tenga que ser luz! ¡Y sed de tinieblas! ¡Y soledad! (6, 153 sq). Una inaudita experiencia lo obliga a decir: “estar condenado a no amar por superabundancia de luz, por una naturaleza solar” (15, 97). Trátase de la verdad que se atiene a sí misma y se cumple en sí misma.
He aquí el tormento de la verdad que es luz devoradora: su esencia no se transfigura en el espíritu, sino que se solidifica en la existencia dada y fantasmal de un no-ser-ya-más.
Pero también en el mismo contexto, Nietzsche consideró, simbólicamente a la segunda posibilidad (la de disolverse en las cosa, es decir, la de la muerte). En el canto a la noche dice: “La respuesta al ditirambo sobre la soledad del sol en la luz, sería Ariadna... ¿Quién, fuera de mí, sabría qué es Ariadna?” (15, 100).
Cuando Nietzsche quiere interpretar el secreto último de la verdad, siempre alude, con enigmática ambigüedad, a Ariadna, al laberinto, al Minotauro, a Teseo y a Dionisos; es decir, al íntegro dominio de la mitología. El mencionado secreto dice que la verdad es la muerte o que lo otro, deseado a partir de la pasión por la verdad, a su vez, es la muerte.
La meta y el destino del cognoscente está en el laberinto, de cuyos sinuoso caminos no se puede huir, siendo inminente que el Minotauro aniquile a quien se haya internado por ellos. Luego quien “intente” la plena independencia del conocimiento “sin estar obligado a hacerlo, probará que es audaz hasta la temeridad. Se aventurará a transitar por un laberinto; multiplicará por mil los peligros que la vida lleva implícita en sí misma y de los cuales no es el más pequeño el hecho de que nadie vea, con propios ojos, cómo y dónde se extravía; se destrozará en la soledad y algún Minotauro de la conciencia moral lo reducirá a pedazos. Supuesto que tal hombre perezca, será lejos del entendimiento de los demás hombres: tanto que nadie podrá sentirlo ni nadie podrá compartir su sentimiento. ¡Y no podrá retroceder!” (7, 49). El nuevo e independiente filósofo se vuelve con desprecio contra los anteriores, que enseñan el camino hacia la felicidad y hacia la virtud. “¿Hacia donde nos apartamos, para volvernos filósofos... para convertirnos en fantasmas? ¿Acaso no lo hacemos para desprendernos de la virtud y de la felicidad? Por naturaleza somos demasiados felices y demasiados virtuosos, como para no encontrar en la felicidad y en la virtud, una pequeña tentación de llegar a ser filósofos, es decir, inmoralistas y aventureros... Tenemos una peculiar curiosidad por el laberinto: nos esforzamos por conocer al señor Minotauro” (16, 437). El filósofo “durante años se sienta en su caverna; día y noche discute y conversa a solas, con su alma. La caverna puede ser un laberinto; pero también una mina de oro” (7, 267 sq.)
Tal es la verdad: ella conduce al laberinto y a la violencia del Minotauro: pero el cognoscente persigue una meta por completo diferente: “Un hombre laberíntico jamás busca la verdad, sino tan sólo a su Ariadna: eso nos diría” (12, 259). La búsqueda de la verdad pugna por llegar a lo otro de ella, que también es como la verdad, aunque no sea ninguna de las verdades captadas como tales. Nietzsche no ha dicho o no ha querido decir qué es Ariadna.
Sin embargo ella siempre se trasforma en el pensamiento de Nietzsche en la muerte. Así como antes era la respuesta al “aislamiento del sol en la luz”, a la espiritualidad separada del ser por la posibilidad de disolverse en su esencia o por la posibilidad de salvarse en el laberinto de la verdad, ahora constituye, en cambio, la decadencia de Teseo en la búsqueda de la verdad. “Ariadna, decía Dionisos, tú eres un laberinto. Teseo se ha extraviado en ti y carece de todo hilo. El hecho de no ser devorado por el Minotauro ¿qué utilidad le reportaría? Lo devora algo peor que el Minotauro.” Y Ariadna respondía: “He aquí mi último amor por Teseo: lo llevo a la ruina” (14, 253).
Pero tampoco Nietzsche concluye con esas palabras. Antes bien, si Teseo es “absurdo”, es decir, si busca la verdad como un fanático de ella y a toda costa, Dionisos será la nueva verdad. Como Teseo, también Nietzsche, está perdido en el laberinto de Ariadna; pero, como Dionisos, Nietzsche llega a ser la verdad que sobrepasa a la muerte y a la vida. A partir de ella, puede decirle a Ariadna: “Yo soy tu laberinto” (8, 432).[i] ¿Acaso Dionisos sería la verdad, si es que lo oscuro, en tanto perteneciente a la verdad misma, se libra de ésta y la supera, porque dentro del círculo de lo viviente las peripecias paradójicas de la busqueda de la verdad se cerrarían en un ser que únicamente es lo verdadero en Dionisos? Cesa todo concebir; incluso la experiencia peculiar de lo que Nietzsche ya no dice. Ariadna en tanto “respuesta a la soledad del sol en su luz”; Ariadna como ayuda en el laberinto de la verdad; Ariadna como laberinto; Ariadna por quien Dionisos se hace laberinto, constituyen posiciones en las cuales ella, en cuanto símbolo, sigue siendo enigmática.
Finalmente, la verdad última está, para Nietzsche, en la muerte. Zarathustra es el símbolo, pues el anuncio de su verdad suprema -la plenitud de su esencia y el destino de su necesidad- se unifica con la ruina de Zarathustra. ¿Acaso no ocurriría que el hombre quiere la muerte, porque ella es la verdad, y no se quisiera separar de la muerte, por ser ella la no-verdad? La abismal ambigüedad de la muerte en la verdad y de la verdad en la muerte, no ha sido aclarada por Nietzsche.

“NADA ES VERDADERO: TODO ESTÁ PERMITIDO.” Si en el mundo toda verdad determinada está puesta en cuestión; si ningún sustituto de la verdad es la verdad misma, aquella formulación sería posible, a pesar de que parece negar toda verdad. Esa proposición, con tanta frecuencia repetida por Nietzsche, no es comprensible en sí misma. Aceptada por sí misma, expresaría la más completa falta de obligaciones; es decir, exigiría la más completa falta de obligaciones; es decir, exigiría lo arbitrario, lo sofístico y lo criminoso. Pero para Nietzsche, ella constituye la liberación de los impulsos más profundos y, por tanto, más verdaderos. Estos no se hallan limitados por alguna forma de la “verdad” fijada y que, de hecho, sería la no-verdad. La pasión por la verdad, entendida como duda radical e incesante, aniquilaría toda determinabilidad del fenómeno. Si la verdad, en cuanto trascendencia, es decir, en cuanto por completo indeterminada e indeterminable, no puede engañar, cada verdad, sin embargo, considerada en el mundo, puede hacerlo. Luego, sólo la concreta historicidad del indudable presente y lo no sabido por la Existencia es verdadero. La duda no tiene sus limites en algo verdadero, ni en el pensamiento de un ser-verdadero o de una verdad en sí misma, sino en esta Existencia, de acuerdo con las palabras de Hamlet: “duda si la verdad puede mentir; únicamente no dudes de mi amor”.
Con la problematización del hecho de que todo saber llegaría a fijar la verdad, Nietzsche exige algo extraordinario. “Por ‘libertad de espíritu’ entiendo algo preciso: ser cien veces superior a los filósofos y a otros discípulos de la ‘verdad’, por el rigor para conmigo mismo, por la pureza y la valentía... yo trato a los filósofos anteriores como libertines despreciables, cubiertos con el capuchón de la mujer Verdad” (15, 489). Sólo la actitud de una infinita apertura de lo posible, bajo la conducción rigurosa de algo que no es sabido, es decir, de la Existencia misma, puede decir con veracidad: “nada es verdadero”. El sentido de la proposición no está en el desenfreno del arbitrio, sino que “debéis dar la mayor prueba de una índole noble” (12, 410). Sólo la nobleza innata podría cumplir la inaudita negatividad de aquella proposición, a partir de la posibilidad histórica de su amor y de su voluntad creadora. En efecto: únicamente en ella están los impulsos y los poderes que podrían cuestionar toda la existencia dada de una verdad determinada, porque la nobleza produce lo más alto. Ahora bien: puesto que ya nada más “es” verdadero, y que “todo” está permitido, el ser inaccesible es libre. Cuando el ser mismo emerge desde lo profundo de la historicidad, la proposición de Nietzsche tiene significado, superándose, simultáneamente, a sí misma. Su sentido se halla en la puntualidad de un instante decisivo.
Esa proposición sólo puede seguir siendo verdadera dentro del estilo del filosofar de Nietzsche y al conservar toda la verdad pensada por él. Entendida como fórmula breve, es de ruinosa ambigüedad: por el sentido y el significado sentimental expresa de inmediato lo contrario de lo que Nietzsche quiere decir de un modo indirecto. En cuanto expresión de una radical falta de obligación la proposición es, por sí misma, incapaz de producir dirección alguna. Luego, de manera inmediata, y junto con el término de toda verdad, ella significa el naufragio en la posibilidad determinada, que no es nada. En ese punto desaparece la diferencia entre la apariencia verdadera, que acrecienta la vida, y la mentira arbitraria del individuo; entre la historicidad y el caos. Toda existencia dada se identificaría en un plano; todo sería el fenómeno del mismo devenir que, en sí mismo, combate consigo mismo en la forma de la diversidad de las voluntades de poder. El último limite sólo es el vacío absurdo y lo inútil.
A partir de este aspecto, también se puede ver que la mencionada proposición, considerada dentro de nexos totales, no puede constituir el sentido último del pensar de Nietzsche. La frase es el punto extremo, y señala la cima del pensamiento de la verdad, en cuanto quiere expresar, mediante la apariencia de una negación aniquiladora, la más profunda afirmación de la verdad, no captable en ninguna forma general. Pero, en lugar de un símbolo capaz de llamar, proporciona una fórmula polémica, que golpea el rostro. Más que como una interiorización del origen, actúa como expresión de la desesperación.
Al cumplir expresamente los movimientos dialécticos, en los cuales la verdad no alcanza la meta que le es propia en pasaje alguno, puesto que jamás está poseída, sino negada a sí misma, al cumplir dichos movimientos, pues, estamos obligados a volver sobre nosotros mismos para realizar la propia Existencia, es decir, la históricamente presente. Nos percatamos de la no posesión de la verdad mediante el saber de ese movimiento. Sólo la constante prueba del mismo supera el riesgo del engaño, es decir, de la arbitraria justificación y rechazo de todas las cosas. A tal punto nos llevaría ese pensamiento dialéctico, siempre que empleáramos sin reflexión, las fórmulas aisladas y aislantes de Nietzsche como si fuesen aserciones homicidas.


(i) Prescindo de entrar en las discusiones que biográficamente, quisieran mostrar a Ariadna como Cósima Wagner. No se puede dudar que, en ciertas ocasiones, cuando Nietzsche habla de Ariadna, intervienen recuerdos que se refieren a Cósima (eso ocurre, con particular claridad, en 13, 259); otro tanto acontece con las misivas, que le dirige durante su locura: “Ariadna te amo. Dionisos”. Pero tales conexiones no significan en absoluto nada para la comprensión del sentido filosófico de ese simbolismo que, según su esencia, sigue siendo un limite intraducible al lenguaje de una comprensión racional o psicológica. En general, sólo por la experiencia existencial de los limites el simbolismo de Nietzsche puede manifestarse, y eso a partir de su pasión por la verdad.

No hay comentarios: