Buscador

sábado, 10 de marzo de 2007

Jacques Derrida y Enmanuel Levinas - Texto - Violencia y Metafísica

VIOLENCIA Y METAFÍSICA
Ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Levinas[i]

Jacques Derrida

Traducción de Patricio Peñalver en DERRIDA, J., La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989, pp. 107-210. Edición digital de Derrida en castellano.


Hebraism and Hellenism: between these two points of influence moves out world. At one time it feels more powerfully the attraction of one of them, at another time of the other; and it ought to be, though it never is, evenly and happily balanced between them.

MATTHEW ARNOLD
Culture and anarchy

Fuente: http://www.jacquesderrida.com.ar/



Que la filosofía haya muerto ayer, después de Hegel o Marx, Nietzsche o Heidegger -y aun así la filosofía tendría que errar hacia el sentido de su muerte- o que haya vivido siempre de saberse moribunda, lo que se confiesa silenciosamente en la sombra que produce la expresión misma que declaró la philosophia perennis; que haya muerto un día, en la historia, o que haya vivido siempre de agonía y de abrir violentamente la historia arrancándole su posibilidad contra la no-filosofía, su fondo adverso, su pasado o su facticidad, su muerte y su recurso; que más allá de esta muerte o de esta mortalidad de la filosofía, quizás incluso gracias a ellas, el pensamiento tenga un porvenir o incluso, se dice hoy, esté todo él por venir a partir de lo que se reservaba todavía en la filosofía; más extrañamente todavía, que el porvenir tenga él mismo así un porvenir: todas estas cuestiones no son capaces de respuesta. Son, por nacimiento y por una vez al menos, problemas que se plantean a la filosofía como problemas que ella no puede resolver.

Quizás, incluso, estas cuestiones no son filosóficas, no son ya de la filosofía. Deberían ser sin embargo las únicas que pueden fundar hoy la comunidad de lo que, en el mundo, se llama todavía los filósofos por un recuerdo, al menos, que habría que interrogar sin cesar, y a pesar de la diáspora de los institutos o de las lenguas, de las publicaciones y de las técnicas que se ponen en movimiento, se engendran por sí mismas y se acrecientan como el capital o la miseria. Comunidad de la cuestión, pues, en esta frágil instancia en que la cuestión no está todavía suficientemente determinada como para que la hipocresía de una respuesta se haya inducido ya bajo la máscara de la cuestión, como para que su voz se haya dejado ya articular fraudulentamente en la sintaxis misma de la cuestión. Comunidad de la decisión, de la iniciativa, de la inicialidad absoluta, pero amenazada, en que la cuestión no ha encontrado todavía el lenguaje que ha decidido buscar, no se ha asegurado en éste todavía acerca de su propia posibilidad. Comunidad de la cuestión acerca de la posibilidad de la cuestión. Es poco -no es casi nada-, pero ahí se refugian y se resumen hoy una dignidad y un deber intangibles de decisión. Una intangible responsabilidad.

¿Por qué intangible? Porque lo imposible ha tenido lugar ya. Lo imposible según la totalidad de lo cuestionado, según la totalidad de lo ente, de los objetos y de las determinaciones, lo imposible según la historia de los hechos ha tenido lugar: hay una historia de la cuestión, una memoria pura de la cuestión pura que autoriza quizás en su posibilidad toda herencia y toda memoria pura en general y como tal. La cuestión ha comenzado ya, lo sabemos, y al concernir esta extraña certeza a otro origen absoluto, a otra decisión absoluta, al asegurarse del pasado de la cuestión, libera una enseñanza inconmensurable: la disciplina de la cuestión. A través (a través, es decir, que hace falta ya saber leer) de esta disciplina que no es todavía, incluso, la tradición ya inconcebible de lo negativo (de la determinación negativa), y que es muy anterior a la ironía, a la mayéutica, a la epoché y a la duda, se anuncia una orden: la cuestión debe ser guardada. Como cuestión. La libertad de la cuestión (genitivo doble) debe ser dicha y resguardada. Morada fundada, tradición realizada de la cuestión que se mantiene como cuestión. Si este mandato tiene una significación ética, no es por pertenecer al dominio de la ética, sino por autorizar -ulteriormente- toda ley ética en general. No hay ley que no se diga, no hay mandato que no se dirija a una libertad de palabra. No hay, pues, ni ley ni mandato que no confirme y no encierre -es decir, que no disimule presuponiéndola- la posibilidad de la cuestión. La cuestión está así siempre encerrada, no aparece jamás inmediatamente como tal, sino solamente a través del hermetismo de una proposición en que la respuesta ha empezado ya a determinarla. Su pureza no hace nunca otra cosa que anunciarse o recordarse a través de la diferencia de un trabajo hermenéutico.

Así, los que se cuestionan acerca de la posibilidad, la vida y la muerte de la filosofía están ya prendidos, sorprendidos en el diálogo de la cuestión acerca de sí misma y consigo, están ya en memoria de filosofía, inscritos en la correspondencia de la cuestión con ella misma. Pertenece, pues, esencialmente al destino de esta correspondencia el que llegue a especular, a reflexionarse, a cuestionar acerca de sí en sí. Entonces comienza la objetivación, la interpretación segunda y la determinación de su propia historia en el mundo; entonces comienza un combate que se sostiene en la diferencia entre la cuestión en general y la «filosofía» como momento y modo determinados -finitos o mortales- de la cuestión misma. Diferencia entre la filosofía como poder o aventura de la cuestión misma y la filosofía como acontecimiento o giro determinados en la aventura.

Esta diferencia se piensa mejor hoy. Que llegue a la claridad y se piense como tal es sin duda el rasgo más inaparente al historiador de los hechos, de las técnicas o de las ideas, el más inesencial a sus ojos. Pero es quizás, comprendido con todas sus implicaciones, el carácter más profundamente inscrito de nuestra época. Pensar mejor esta diferencia, ¿no sería, en particular, saber que si algo debe ocurrir todavía a partir de la tradición en la que los filósofos se saben siempre sorprendidos, eso será a condición de un incesante requerir su origen, y de esforzarse rigurosamente por mantenerse en la mayor proximidad con éste? Lo que no es balbucear y acurrucarse perezosamente en el fondo de la infancia. Sino precisamente lo contrario.

Cerca nuestro, y después de Hegel, en su inmensa sombra, las dos grandes voces por las que nos ha sido dictada esta repetición total, que nos han despertado, en las que ha sido reconocida dicha repetición de la mejor manera como la primera urgencia filosófica, son, sin duda, las de Husserl y de Heidegger. Ahora bien, a pesar de las más profundas desemejanzas, este recurso a la tradición -que no tiene nada de tradicionalismo- está orientado por una intención común a la fenomenología husserliana y a lo que llamaremos provisionalmente, por aproximación y comodidad, la «ontología»[ii] heideggeriana.

Así, muy sumariamente:

1. la totalidad de la historia de la filosofía se piensa a partir de su fuente griega. No se trata, se sabe, de occidentalismo o de historicismo.[iii] Simplemente, los conceptos fundadores de la filosofía son en primer lugar griegos, y no sería posible filosofar o pronunciar la filosofía fuera de su elemento. Que Platón sea a los ojos de Husserl el instituidor de una razón y de una tarea filosóficas cuyo telos dormía todavía en la sombra; que marque, por el contrario, para Heidegger, el momento en que el pensamiento del ser se olvida y se determina en filosofía, esta diferencia sólo es decisiva al final de una raíz común que es griega. La diferencia es fraternal en la descendencia, sometida por entero a la misma dominación. Dominación de lo mismo, también, que no se borrará ni en la fenomenología ni en la «ontología».

2. la arqueología a la que nos conducen, por vías diferentes, Husserl y Heidegger prescribe, cada vez; una subordinación o una transgresión, en todo caso una reducción de la metafísica. Incluso si ese gesto tiene, en cada caso, al menos en apariencia, un sentido muy diferente.

3. en fin, la categoría de lo ético no está ahí solamente disociada de la metafísica, sino ordenada a otra cosa que ella misma, a una instancia anterior y más radical. Cuando no lo está, cuando la ley, el poder de resolución y la relación con el otro alcanzan la arché, pierden con ello su especificidad ética.[iv]

Estos tres motivos, en cuanto que se ordenan a la única fuente de la única filosofía, indicarían la única dirección posible para todo recurso filosófico en general. Si hay abierto un diálogo entre la fenomenología husserliana y la «ontología» heideggeriana, dondequiera que se encuentren éstas más o menos directamente implicadas, sólo en el interior de la tradicionalidad griega parece poder entenderse. En el momento en que la conceptualidad fundamental salida de la aventura greco-europea está en curso de apoderarse de la humanidad entera, estos tres motivos pre-determinarían, pues, la totalidad del logos y de la situación histórico-filosófica mundial. Ninguna filosofía podría conmoverlos sin comenzar por someterse a ellos o sin acabar por destruirse ella misma como lenguaje filosófico. En una profundidad histórica que la ciencia y las filosofías de la historia no pueden más que presuponer, nos sabemos, pues, confiados a la seguridad del elemento griego, en un saber y en una confianza que no serían ni costumbres ni comodidades, sino que nos permitirían, por el contrario, pensar todo peligro y vivir toda inquietud o todo infortunio. Por ejemplo, la consciencia de crisis no expresa para Husserl más que el recubrimiento provisional, casi necesario, de un motivo trascendental que a su vez, en Descartes y Kant, comenzaba a cumplir el designio griego: la filosofía como ciencia. Cuando Heidegger dice, por ejemplo, que «desde hace tiempo, demasiado tiempo ya, el pensamiento está en seco», como pez en tierra, el elemento al que quiere hacerlo volver es todavía -ya- el elemento griego, el pensamiento griego del ser, el pensamiento del ser cuya irrupción o llamada habrían dado lugar a Grecia. El saber y la seguridad, pues, de la que hablamos no están en el mundo: son más bien la posibilidad de nuestro lenguaje y el asiento de nuestro mundo.

En esta profundidad es donde nos haría temblar el pensa­miento de Emmanuel Levinas.

En el fondo de la sequedad, en el desierto que crece, este pensamiento que no quiere ser ya, en su fundamento, pensamiento del ser y de la fenomenalidad, nos hace barruntar una desmotivación y una desposesión inauditas:

1. En griego, en nuestra lengua, en una lengua enriquecida con todos los aluviones de su historia -y ya se anuncia nuestra cuestión-, en una lengua que se acusa a sí misma de un poder de seducción, del que disfruta sin cesar, este pensamiento nos aboca a la dislocación del logos griego; a la dislocación de nuestra identidad, y quizás de la identidad en general; nos aboca a abandonar el lugar griego, y quizás el lugar en general, hacia lo que no es ya siquiera una fuente ni un lugar (demasiado acogedores de los dioses), hacia una respiración, hacia una palabra profética que ha soplado ya no solamente antes de Platón, no solamente antes de los presocráticos, sino más acá de todo origen griego, hacia lo otro de lo Griego (pero lo otro de lo Griego, ¿será lo no-Griego? Sobre todo: ¿podrá nombrarse como lo no-Griego? Y nos aproximamos a nuestra cuestión). Pensamiento para el que la totalidad del logos griego ha sobrevenido ya, humus apaciguado no sobre un suelo, sino alrededor de un volcán más antiguo. Pensamiento que quiere, sin filología, por la mera fidelidad a la desnudez inmediata pero enterrada de la experiencia misma, liberarse de la dominación griega de lo Mismo y de lo Uno (otros nombres para la luz del ser y del fenómeno) como de una opresión, cierto que no parecida a ninguna otra en el mundo, opresión ontológica o trascendental, pero también origen y coartada de toda opresión en el mundo. Pensamiento, en fin, que quiere liberarse de una filosofía fascinada por «la faz del ser que aparece en la guerra» y «se decanta en el concepto de totalidad que domina la filosofía occidental» (TI, X).

2. Este pensamiento quiere, no obstante, definirse en su posibilidad primera como metafísica (noción griega, sin embargo, si seguimos la vena de nuestra cuestión). Metafísica que Levinas quiere liberar de su subordinación, y cuyo concepto quiere restaurar contra la totalidad de la tradición salida de Aristóteles.

3. Este pensamiento apela a la relación ética -relación no violenta con lo infinito como infinitamente-otro, con el otro- que podría, y sólo ella, abrir el espacio de la trascendencia y liberar la metafísica. Ello sin apoyar la ética y la metafísica sobre otra cosa que ellas mismas y sin mezclarlas con otras aguas en su surgimiento.

Se trata, pues, de una potente voluntad de explicación con la historia de la palabra griega. Potente puesto que, si esta tentativa no es la primera de su género, el caso es que alcanza en el diálogo una altura y una penetración en que los griegos -y en primer lugar esos dos griegos que son todavía Husserl y Heidegger- son intimados a responder. La escatología mesiánica en la que se inspira Levinas, si no quiere ni asimilarse a lo que se llama una evidencia filosófica, ni siquiera «completar» (TI, X) la evidencia filosófica, no se desarrolla, sin embargo, en su discurso ni como una teología ni como una mística judías (incluso se puede entender como el proceso de la teología y de la mística), ni como una dogmática, ni como una religión, ni siquiera como una moral. Esta tentativa no se apoya nunca en última instancia en la autoridad de tesis o textos hebreos. Quiere hacerse entender en un recurso a la experiencia misma. La experiencia misma, y lo que hay de más irreductible en la experiencia: paso y salida hacia lo otro, lo otro mismo en lo que tiene de más irreductiblemente otro: el otro. Recurso que no se confunde con lo que se ha llamado siempre un procedimiento filosófico, pero que llega a un punto en que la filosofía excedida no puede no estar concernida. A decir verdad, la escatología mesiánica no llega a proferirse literalmente jamás: se trata solamente de designar en la experiencia desnuda un espacio, un hueco donde aquélla pueda oírse y donde deba resonar. Este hueco no es una abertura entre otras. Es la abertura misma, la abertura de la abertura, lo que no se deja encerrar en ninguna categoría o totalidad, es decir, todo lo que, en la experiencia, no se deja ya describir en la conceptualidad tradicional y resiste, incluso, a todo filosofema.

¿Qué significan esta explicación y este desbordamiento recíprocos de dos orígenes y de dos palabras históricas, el hebraísmo y el helenismo? ¿Se anuncian ahí un impulso nuevo, alguna extraña comunidad que no sea el retorno en espiral de la promiscuidad alejandrina? Si se piensa que también Heidegger quiere abrir el paso a una palabra antigua que, apoyándose en la filosofía, lleve más allá o más acá de la filosofía, ¿qué significan aquí este otro paso y esta otra palabra? Y sobre todo, ¿qué significa este requerido apoyarse en la filosofía en el que aquéllas siguen dialogando? Este espacio de interrogación es el que hemos elegido para una lectura -muy parcial-[v] de la obra de Levinas.

Desde luego, no tenemos la ambición de explorar ese espacio, ni siquiera a título de un tímido comienzo. Apenas vamos a intentar indicarlo, y de lejos. Querríamos en primer lugar, en el estilo del comentario (y a pesar de algunos paréntesis y notas en que se contendrá nuestra perplejidad), ser fieles a los temas y a las audacias de un pensamiento. También en su historia, cuya paciencia y cuya inquietud resumen ya, y soportan, la interrogación recíproca de la que queremos hablar.[vi] Después intentaremos plantear algunas cuestiones. Si consiguiesen aproximarse al alma de esta explicación, en ningún caso serán objeciones: sino más bien las cuestiones que nos plantea Levinas.

Acabamos de decir «temas» e «historia de un pensamiento». La dificultad es clásica, y no es sólo de método. La brevedad de estas páginas la agravará. No escogeremos. Nos negaremos a sacrificar la historia del pensamiento y de las obras de Levinas al orden y al haz de temas -no hay que decir sistema- que se reúnen y se enriquecen en el gran libro: Totalidad e infinito. Pues si hay que creer, por una vez, al mayor acusado del proceso instruido en este libro, el resultado no es nada sin el devenir. Pero no sacrificaremos tampoco la unidad fiel a sí misma de la intención, al devenir que no sería entonces más que un puro desorden. No escogeremos entre la abertura y la totalidad. Seremos, pues, incoherentes, pero sin resolvernos sistemáticamente a la incoherencia. Estará en el horizonte la posibilidad del sistema imposible para resguardarnos del empirismo. Sin reflexionar aquí en la filosofía de esta vacilación, anotemos entre paréntesis que, por su simple enunciación, hemos abordado ya la problemática propia de Levinas.





I. Violencia de la luz

La salida de Grecia estaba discretamente premeditada en la Teoría de la intuición en la fenomenología de Husserl. Era en 1930, en Francia, el primer gran trabajo consagrado al conjunto del pensamiento husserliano. A través de una notable exposición de los desarrollos de la fenomenología, tales como eran entonces accesibles a partir de las obras publicadas y de la enseñanza del maestro, a través de precauciones que hacían un lugar ya a las «sorpresas» que podrían «reservar» la meditación y los inéditos de Husserl, la reticencia era manifiesta. El imperialismo de la theoría inquietaba ya a Levinas. Más que cualquier otra filosofía, la fenomenología, en la huella de Platón, debía estar afectada de luz. Al no haber sabido reducir la última ingenuidad, la de la mirada, ésta pre-determinaba el ser como objeto.

La acusación es todavía tímida y no forma un bloque.

a) En primer término, es difícil elevar un discurso filosófico contra la luz. Y treinta años más tarde, cuando las acusaciones contra el teoreticismo y la fenomenología -husserliana- lleguen a ser los motivos esenciales de la ruptura con la tradición, será necesario todavía que se dé en una cierta iluminación la desnudez del rostro, esta «epifanía» de una cierta no-luz ante la que deberán callar y desarmarse todas las violencias. En particular la que está vinculada a la fenomenología.

b) Luego, es difícil pasarlo por alto, Husserl pre-determina tan escasamente el ser como objeto que, en Ideas I, la existencia absoluta sólo se le reconoce a la consciencia pura. Con frecuencia se ha pretendido, es cierto, que la diferencia no contaba apenas, y que una filosofía de la consciencia seguía siendo filosofía del objeto. La lectura de Husserl por Levinas ha sido siempre, en relación con este punto, matizada, flexible; contrastada. Ya en la Teoría de la intuición..., la teoría se distingue justamente de la objetividad en general. Lo veremos más adelante: la consciencia práctica, axiológica, etc., es también, para Husserl, una consciencia de objeto. Levinas lo reconoce netamente. La acusación apuntaría, entonces, en realidad, al primado irreductible de la correlación sujeto-objeto. Pero más tarde Levinas insistirá cada vez más en aquello que, en la fenomenología husserliana, nos lleva más allá o más acá de «la correlación sujeto-objeto». Es, por ejemplo, «la intencionalidad en tanto relación con la alteridad», como «exterioridad que no es objetiva», es la sensibilidad, la génesis pasiva, el movimiento de la temporalización,[vii] etcétera. c) Después, el sol del epékeina tes ousías iluminará siempre para Levinas el despertar puro y la fuente inagotable del pensamiento. No es solamente el ancestro griego del Infinito que trasciende la totalidad (totalidad del ser o del nóema, de lo mismo o del yo),[viii] sino el instrumento de una destrucción de la ontología y de la fenomenología sometidas a la totalidad neutra de lo Mismo como Ser o como Yo. Todos los ensayos agrupados en 1947 bajo el título: De la existencia al existente se situarán bajo el signo de «la fórmula platónica que sitúa el Bien más allá del Ser» (en Totalidad e infinito, la «Fenomenología del Eros» describe el movimiento del epékeina tes ousías en la experiencia misma de la caricia). En 1947, a este movimiento que no es teológico, que no es trascendencia hacia una «existencia superior», Levinas lo llama «ex-cendencia». Apoyándose en el ser, la ex-cendencia es una «salida del ser y de las categorías que lo describen». Esta ex-cendencia ética dibuja ya el lugar-más bien el no-lugar- de la metafísica como meta-teología, meta-ontología, meta-fenomenología. Tendremos que volver a esta lectura del epékeina tes ousías y a sus relaciones con la ontología. Anotemos de momento, puesto que se trata de luz, que el movimiento platónico se interpreta de tal manera que no conduce ya al sol, sino al más allá mismo de la luz y del ser, de la luz del ser: «A nuestra manera nos encontramos con la idea platónica del Bien más allá del Ser», se leerá al final de Totalidad e infinito a propósito de creación y fecundidad (el subrayado es nuestro). A nuestra manera, es decir, que la ex-cendencia ética no se proyecta hacia la neutralidad del bien, sino hacia el otro, y que lo que (es) epékeina tes ousías no es esencialmente luz, sino fecundidad o generosidad. La creación no es creación más que de lo otro, no es posible sino como paternidad, y las relaciones del padre con el hijo escapan a todas las categorías de la lógica, de la ontología y de la fenomenología en las que lo absoluto de lo otro es necesariamente lo mismo. (Pero el sol platónico, ya, ¿no venía a iluminar el sol visible?, y la ex-cendencia ¿no se ventilaba en la metá-fora de estos dos soles? ¿No era el Bien la fuente -necesariamente nocturna- de toda luz? Se ha hecho notar con frecuencia: el corazón de la luz es negro.[ix] Además el sol de Platón no ilumina solamente: engendra. El bien es el padre del sol visible que da a los seres la «generación, el crecimiento y la alimentación». República, 508a-509b.)

d) En fin, sin duda Levinas está muy atento a todo lo que en los análisis de Husserl modera o complica la primordialidad de la consciencia teórica. En un parágrafo consagrado a La consciencia no-teórica, se reconoce que el primado de la objetividad en general no se confunde necesariamente, en Ideas I, con el de la actitud teórica. Hay actos y objetos no teóricos «de una estructura ontológica nueva e irreductible». «Por ejemplo -dice Husserl- el acto de valorar constituye un objeto (Gegenständlichkeit) axiológico, específico en relación con el mundo de las cosas, constituye un ser de una nueva región...» Levinas admite además repetidas veces que la importancia atribuida a la objetividad teorética depende de la guía trascendental escogida casi siempre en Ideas I: la percepción de la cosa extensa. (Se sabía sin embargo ya que este hilo conductor podía no ser más que un ejemplo provisional.)

A pesar de todas estas precauciones, a pesar de una oscilación constante entre la letra y el espíritu del husserlianismo (discutiendo casi siempre aquélla en nombre de éste),[x] a pesar de la insistencia en lo que se llama «fluctuación en el pensamiento de Husserl», queda significada una ruptura a la que ya no se volverá. La reducción fenomenológica, cuyo «papel histórico [...] no es siquiera un problema» para Husserl, queda prisionera de la actitud natural, posible por ella «en la medida en que ésta es teórica».[xi] «Husserl se da la libertad de la teoría, como se da la teoría misma.» El capítulo IV del trabajo, La consciencia teórica, señala, en medio de un análisis ceñido y lleno de matices, el lugar de la separación: no se puede mantener a la vez el primado del acto objetivador y la originalidad irreductible de la consciencia no-teórica. Y si «la concepción de la consciencia en la 5ª Untersuchung nos parece no solamente que afirma un primado de la consciencia teórica, sino que sólo en ella ve el acceso a lo que constituye el ser del objeto», si «el mundo existente, que se nos revela, tiene el modo de existencia del objeto que se da a la mirada teórica», si «el mundo real es el mundo del conocimiento», si «en su filosofía [la de Husserl] [...], el conocimiento, la representación,[xii] no es un modo de vida del mismo grado que los otros, ni un modo secundario», entonces «tendremos que separarnos de él».

Se prevé ya a qué incomodidad se verá condenado más tarde un pensamiento que, aun rehusando la excelencia de la racionalidad teorética, no dejará, sin embargo, jamás de apelar al racionalismo y al universalismo más desarraigados contra las violencias de la mística y de la historia, contra el rapto del entusiasmo y del éxtasis. Se prevén también las dificultades de un camino que lleva a una metafísica de la separación a través de una reducción del teoreticismo. Pues es a la separación, la distancia o la impasibilidad, a lo que apuntaban hasta ahora las objeciones clásicas contra el teoreticismo y el objetivismo. Tendrá más fuerza -y más peligro- denunciar, por el contrario, la ceguera del teoreticismo, su incapacidad para salir de sí hacia la exterioridad absoluta, hacia lo completamente-otro, hacia lo infinitamente-otro, «más objetivo que la objetividad» (TI). Este será el verdadero blanco de Levinas: la complicidad de la objetividad teórica y de la comunión mística. Unidad premetafísica de una sola e idéntica violencia. Alternancia que modifica el encierro, siempre el mismo, de lo otro.



En 1930, Levinas se vuelve hacia Heidegger contra Husserl. Se ha publicado entonces Sein und Zeit, y comienza a irradiar la enseñanza de Heidegger. Todo lo que desborda el comentario y la «letra» del texto husserliano se orienta hacia la «ontología», «en el sentido muy especial que Heidegger da a este término» (THI). En su crítica a Husserl Levinas retiene aquí dos temas heideggerianos: 1. a pesar de «la idea tan profunda de que en el orden ontológico, el mundo de la ciencia es posterior al mundo concreto y vago de la percepción, y depende de él» Husserl «se ha equivocado quizás al ver, en este mundo concreto, un mundo de objetos percibidos ante todo» (THI). Más lejos va Heidegger, para quien este mundo no está en primer lugar dado a una mirada, sino (formulación ante la que cabe preguntarse si Heidegger la hubiera aceptado) «en su ser mismo, como un centro de acción, como un campo de actividad o de solicitud» (ibíd.). 2. si bien ha tenido razón contra el historicismo y la historia naturalista, Husserl ha descuidado «la situación histórica del hombre... tomada en otro sentido».[xiii] Hay una historicidad y una temporalidad del hombre que no son solamente sus predicados, sino «la sustancialidad misma de su sustancia». Eso es «esta estructura... que ocupa un lugar tan importante en el pensamiento de un Heidegger» (ibíd.).

Se prevé ya a qué incomodidad se verá condenado más tarde un pensamiento que, aun rehusando la excelencia de una «filosofía» que «parece... tan independiente de la situación histórica del hombre como la teoría que aspira a considerar todo sub specie aeternitatis» (THI), no cesará más tarde de recurrir, como a la experiencia, a lo «escatológico» que «en tanto que el “más allá” de la historia arranca los seres a la jurisdicción de la historia...» (TI). No hay aquí contradicción, sino un desplazamiento de conceptos -aquí del concepto de historia- que debemos seguir. Quizás entonces la apariencia de contradicción se desvanecerá como el fantasma de una filosofía atrapada en su conceptualidad elemental. Contradicción según lo que Levinas llamará a menudo «lógica formal».



Sigamos este desplazamiento. Lo que se le reprocha a Husserl respetuosamente, moderadamente, en un estilo heideggeriano, no tardará apenas en convertirse en base de acusación en una requisitoria vuelta esta vez contra Heidegger, y cuya violencia no cesará de crecer. No se trata ciertamente de denunciar como un teoreticismo militante un pensamiento que, desde su primer acto, rehusó tratar la evidencia del objeto como su último recurso; y para el que la historicidad del sentido, según los propios términos de Levinas, «arruina la claridad y la constitución en tanto que modos de existencia auténticos del espíritu» (EDE); para el que, en fin, «la evidencia no es ya el modo fundamental de la intelección», «la existencia es irreductible a la luz de la evidencia» y «el drama de la existencia» se representa «antes de la luz» (ibíd.). Sin embargo, en una singular profundidad -pero el hecho y la acusación son así aún más significativos- Heidegger habría, todavía, puesto en cuestión y reducido el teoreticismo en nombre de -y desde su interior- una tradición grecoplatónica vigilada por la instancia de la mirada y la metáfora de la luz. Es decir, por la pareja espacial del adentro-afuera (pero ¿es esta, de parte a parte, una pareja espacial?), de la que vive la oposición sujeto-objeto. Al pretender reducir este último esquema, Heidegger habría retenido lo que lo hacía posible y necesario: la luz, el desvelamiento, la comprensión o la pre-comprensión. Es lo que se nos dice en textos que fueron escritos después de Descubriendo la existencia. «El cuidado heideggeriano, completamente iluminado por la comprensión (incluso si la comprensión misma se da como cuidado), está ya determinado por la estructura “adentro-afuera” que caracteriza a la luz.» Al conmover la estructura «adentro-afuera» en ese punto en que habría resistido a Heidegger, Levinas no pretende en lo más mínimo borrarla o negar su sentido y su existencia. Ni tampoco, por otra parte, cuando se trata de la oposición sujeto-objeto o cogito-cogitatum. En un estilo en el que se reconoce aquí el pensamiento fuerte y fiel (es también el estilo de Heidegger), Levinas respeta la zona o la capa de verdad tradicional; y las filosofías cuyos presupuestos describe no son, en general, ni refutadas ni criticadas. Aquí, por ejemplo, se trata simplemente de hacer aparecer bajo esta verdad, fundándola y disimulándose en ella, «una situación que precede a la escisión del ser en un adentro y un afuera». Y sin embargo instaurar, en un sentido que deberá ser nuevo, tan nuevo, una metafísica de la separación y de la exterioridad radicales. Se presiente que esta metafísica tendrá dificultades para encontrar su lenguaje en el elemento de un logos tradicional controlado enteramente por la estructura «adentro-afuera», «interioridad-exterioridad».

Así, «sin ser conocimiento, la temporalidad de Heidegger es un éxtasis, el “ser fuera de sí”. No trascendencia de la teoría, pero sí, ya, salida de una interioridad hacia una exterioridad». La estructura del Mitsein será a su vez interpretada como herencia platónica y pertenencia al mundo de la luz. En efecto, a través de la experiencia del eros y de la paternidad, a través de la espera de la muerte, debería surgir una relación con lo otro que no se deja comprender ya como modificación de «la noción eleática del Ser» (TA). Ésta exigiría que la multiplicidad sea comprendida y sometida al imperio de la unidad. Esa noción regiría todavía la filosofía de Platón, según Levinas, hasta en su concepto de la feminidad (pensada como materia en las categorías de la actividad y la pasividad) y hasta en su concepto de la ciudad que «debe imitar el mundo de las ideas» (TA).

«Querríamos ponernos en camino hacia un pluralismo que no se fusione en unidad; y, si es que esto puede osarse, romper con Parménides» (TA). Levinas nos exhorta, pues, a un segundo parricidio. Hay que matar al padre griego que nos mantiene todavía bajo su ley: a lo que un Griego -Platón- no pudo nunca resolverse sinceramente, difiriéndolo en un asesinato alucinatorio. Pero lo que un Griego, en este caso, no pudo hacer, un no-Griego ¿podrá conseguirlo de otro modo que disfrazándose de griego, hablando griego, fingiendo hablar griego para acercarse al rey? Y como se trata de matar una palabra, ¿se sabrá alguna vez quién es la última víctima de esta ficción? ¿Se puede fingir hablar un lenguaje? El extranjero de Elea y discípulo de Parménides había tenido que darle la razón a éste para llegar a dar cuenta de él: plegando el no-ser a ser, había necesitado «despedir a no sé qué contrario del ser» y confinar el no-ser en su relatividad al ser, es decir, en el movimiento de la alteridad.

¿Por qué era necesaria la repetición del asesinato según Levinas? Porque el gesto platónico será ineficaz mientras la multiplicidad y la alteridad no sean entendidos como soledad absoluta del existente en su existir. Es entonces la traducción escogida por Levinas, «por razones de eufonía» (TA) para Seiendes y Sein. Esta elección no dejará de mantener un cierto equívoco; por existente Levinas entiende, en efecto, casi siempre, si es que no siempre, el ente-hombre, el ente en la forma del Dasein. Ahora bien, el existente comprendido así no es el ente (Seiendes) en general, sino que remite -y en primer término porque es la misma raíz- a lo que llama Heidegger Existenz, «modo de ser y, justamente, el ser de aquel ente que se mantiene abierto a la apertura del ser y en ella». Was bedeutet «Existenz» in Sein und Zeit? Das Wort nennt eine Weise des Seins, und zwar das Sein desjenigen Seienden, das offen steht für die Offenheit des Seins, in der es steht, indem es sie aussteht (Introd. a Was ist Metaphysik).

Ahora bien, esta soledad del «existente» en su «existir» sería primera, no podría pensarse a partir de la unidad neutra del existir, que Levinas describe con frecuencia, y tan profundamente, bajo el título de Hay. Pero el «hay» ¿no es la totalidad de lo ente indeterminado, neutro, anónimo, etc., más bien que el ser mismo? Habría que confrontar sistemáticamente este tema del «hay» con las alusiones que hace Heidegger al «es gibt» (Sein und Zeit, Carta sobre el humanismo). Confrontar también el horror o el terror, que Levinas opone a la angustia heideggeriana, con la experiencia del pavor (Scheu), de la que dice Heidegger, en el Nachwort a Was ist Metaphysik, que «habita cerca de la angustia esencial».

Del fondo de esta soledad surge la relación con lo otro. Sin ella, sin este secreto primero, el parricidio es una ficción teatral de la filosofía. Partir de la unidad del «existir» para comprender el secreto, bajo el pretexto de que éste existe o de que es el secreto del existente, «sería encerrarse en la unidad y dejar escapar a Parménides de todo parricidio» (TA). Desde entonces, pues, Levinas se orienta hacia un pensamiento de la diferencia originaria. ¿Está este pensamiento en contradicción con las intenciones de Heidegger? ¿Hay una diferencia entre esta diferencia y la diferencia de que habla este último? ¿Es más que verbal su proximidad? ¿Y cuál es la diferencia más originaria? Son cuestiones que abordaremos más adelante.

Mundo de luz y de unidad, «filosofía de un mundo de la luz, de un mundo sin tiempo». En esta heliopolítica, «el ideal social se buscará en un ideal de fusión... el sujeto... hundiéndose en una representación colectiva, en un ideal común. Es la colectividad que dice “nosotros” la que, vuelta hacia el sol inteligible, hacia la verdad, siente al otro a su lado, y no frente a sí... El Miteinandersein sigue siendo también la colectividad del con, y como se revela en su forma auténtica es en torno a la verdad». Ahora bien, «por nuestra parte, esperamos mostrar que no es la preposición mit la que debe describir la relación original con el otro». Bajo la solidaridad, bajo el compañerismo, antes del Mitsein que sólo sería una forma derivada y modificada de la relación originaria con el otro, Levinas apunta ya al cara a cara y al encuentro del rostro. «Cara a cara sin intermediario» ni «comunión». Sin intermediario y sin comunión, ni mediatez ni inmediatez, tal es la verdad de nuestra relación con el otro, la verdad ante la que el logos tradicional es para siempre inhospitalario. Verdad impensable de la experiencia viva a la que incesantemente vuelve Levinas, y que la palabra filosófica no puede intentar abrigar sin mostrar enseguida, en su propia luz, grietas lamentables, y su rigidez, en lo que se había tomado por solidez. Se podría mostrar, sin duda, que la escritura de Levinas tiene esta propiedad, la de moverse siempre, en sus momentos decisivos, a lo largo de esas grietas, progresando con maestría mediante negaciones y negación contra negación. Su vía propia no es la de un «o bien... o bien», sino de un «ni... ni tampoco». La fuerza poética de la metáfora es muchas veces la huella de esta alternativa rehusada y de esta herida en el lenguaje. A través de ella, en su abertura, la experiencia misma se muestra en silencio.

Sin intermediario y sin comunión, proximidad y distancia absolutas: «... eros donde, en la proximidad del otro, la distancia se mantiene íntegramente, y cuya patética viene a la vez de esta proximidad y de esta dualidad». Comunidad de la no-presencia, en consecuencia, de la no-fenomenalidad. No comunidad sin luz, no sinagoga con los ojos vendados, sino comunidad anterior a la luz platónica. Luz antes de la luz neutra, antes de la verdad que se presenta como tercera, «hacia la que se mira juntos», verdad de juicio y de arbitrio. Lo otro, lo completamente otro, sólo puede manifestarse como lo que es, antes de la verdad común, en una cierta no-manifestación y en una cierta ausencia. Sólo de él puede decirse que su fenómeno es una cierta no-fenomenalidad, que su presencia (es) una cierta ausencia. No ausencia pura y simple, pues la lógica acabaría así volviendo a arreglar sus cuentas, sino una cierta ausencia. Lo muestra bien esta formulación: en esa experiencia de lo otro la lógica de la no-contradicción, todo lo que Levinas designará bajo el nombre de «lógica formal», se ve discutida en su raíz. Esta raíz no sería sólo la de nuestro lenguaje, sino la del conjunto de la filosofía occidental,[xiv] en particular de la fenomenología y la ontología. Esta ingenuidad les impediría pensar lo otro (es decir, pensar; y la razón sería así, pero no es Levinas el que lo ha dicho, «la enemiga del pensamiento») y ordenar su discurso a él. La consecuencia sería doble. a) Al no pensar lo otro, no tienen el tiempo. Al no tener el tiempo, no tienen la historia. La alteridad absoluta de los instantes, sin la que no habría tiempo, no puede producirse -constituirse- en la identidad del sujeto o del existente. Aquélla viene al tiempo por el otro. Bergson y Heidegger lo habrían ignorado (EE). Husserl, todavía más. b) Más grave, privarse de lo otro (no por una especie de destete, separándose de él, lo cual es justamente relacionarse con él, respetarlo, sino ignorándolo, es decir, conociéndolo, identificándolo, asimilándolo), privarse de lo otro es encerrarse en una soledad (mala soledad de solidez y de identidad consigo) y reprimir la trascendencia ética. En efecto, si la tradición parmenídea -y sabemos ahora lo que esto significa para Levinas- ignora la irreductible soledad del «existente», ignora, por ello mismo, la relación con lo otro. Aquélla no piensa la soledad, no se aparece como soledad porque es soledad en totalidad y opacidad. «El solipsismo no es ni una aberración ni un sofisma; es la estructura de la razón misma. » Hay, pues, un soliloquio de la razón y una soledad de la luz. Incapaces de responder a lo otro en su ser y en su sentido, fenomenología y ontología serían, pues, filosofías de la violencia. A través de ellas, toda la tradición filosófica en su sentido profundo estaría ligada a la opresión y el totalitarismo de lo mismo. Vieja amistad oculta entre la luz y el poder, vieja complicidad entre la objetividad teórica y la posesión técnico-política.[xv] «Si se pudiese poseer, captar y conocer lo otro, no sería lo otro. Poseer, conocer, captar son sinónimos del poder» (TA). Ver y saber, tener y poder, sólo se despliegan en la identidad opresiva y luminosa de lo mismo, y siguen siendo, a los ojos de Levinas, las categorías fundamentales de la fenomenología y la ontología. Todo lo que me está dado en la luz parece estarme dado a mí mismo por mí mismo. Desde ese momento, la metáfora heliológica simplemente aparta nuestra vista y proporciona una excusa a la violencia histórica de la luz: desplazamiento de la opresión técnico-política hacia la falsa inocencia del discurso filosófico. Pues se ha creído siempre que las metáforas quitaban gravedad a las cosas y a los actos, los hacían inocentes. Si no hay historia más que por el lenguaje, y si el lenguaje (salvo cuando nombra el ser mismo o la nada: casi nunca) es elementalmente metafórico, Borges tiene razón: «Quizás la historia universal no es más que la historia de algunas metáforas». De esas pocas metáforas fundamentales, la luz no es más que un ejemplo, pero ¡qué ejemplo! ¿Quién podrá dominarla, quién dirá jamás su sentido sin dejarse primero decir por éste? ¿Qué lenguaje escapará jamás de ella? ¿Cómo se liberará de ella, por ejemplo, la metafísica del rostro como epifanía del otro? La luz no tiene quizás contrario, no lo es, sobre todo, la noche. Si todos los lenguajes se debaten en ella, simplemente modificando la misma metáfora y escogiendo la mejor luz, Borges, unas páginas más adelante, vuelve a tener razón: «Quizás la historia universal no es más que la historia de las diversas entonaciones de algunas metáforas» (La esfera de Pascal. La cursiva es nuestra).





II. Fenomenología, ontología, metafísica

Estos caminos eran de carácter crítico, pero obedecían a la voz de certezas plenas. Sólo que éstas apenas llegaban a aparecer, a través de ensayos, análisis concretos y sutiles que exponían el exotismo, la caricia, el insomnio, la fecundidad, el trabajo, el instante, el cansancio hasta el punto, hasta la punta de lo indescriptible indestructible que encenta la conceptualidad clásica, y que buscaban, en medio de rechazos, su propia conceptualidad. Totalidad e infinito, la gran obra, no sólo enriquece esos análisis concretos, los organiza dentro de una potente arquitectura.

Al movimiento positivo que lleva más allá del menosprecio o del desconocimiento de lo otro, es decir, más allá de la apreciación o de la toma, de la comprensión y del conocimiento del otro, Levinas lo llama metafísica o ética. La trascendencia metafísica es deseo.

Este concepto de deseo es lo más anti-hegeliano posible. No designa el movimiento de negociación y de asimilación, la negación de la alteridad necesaria en primer término para llegar a ser «consciencia de sí», «cierta de sí» (Fenomenología del espíritu y Enciclopedia). El deseo es por el contrario, para Levinas, el respeto y el conocimiento del otro como otro, momento ético-metafísico que la consciencia debe prohibirse transgredir. Este gesto de transgresión y de asimilación sería, por el contrario, según Hegel, una necesidad esencial. Levinas ve ahí una necesidad natural, pre-metafísica, y separa, en bellos análisis, el deseo del goce; lo que no parece hacer Hegel. El goce está simplemente diferido en el trabajo: el deseo hegeliano no sería, pues, más que la necesidad en el sentido de Levinas. Pero las cosas llegarían a parecer más complicadas, cabe plantear la duda, en caso de seguir minuciosamente el movimiento de la certeza y de la verdad del deseo en la Fenomenología del espíritu. A pesar de sus protestas antikierkegaardianas, Levinas se encuentra aquí con los temas de Temor y temblor: el movimiento del deseo no puede ser lo que es más que como paradoja, como renuncia a lo deseado.

Ni la intencionalidad teórica ni la afectividad de la necesidad agotan el movimiento del deseo: aquéllas tienen como sentido y como fin cumplirse, colmarse, satisfacerse en la totalidad y la identidad de lo mismo. El deseo, por el contrario, se deja apelar por la exterioridad absolutamente irreductible de lo otro, ante lo que debe mantenerse infinitamente inadecuado. Sólo se iguala a la desmesura. Ninguna totalidad se cerrará jamás sobre él. La metafísica del deseo es, pues, metafísica de la separación infinita, pero no consciencia de la separación como consciencia judía, como consciencia desgraciada: en la Odisea hegeliana la desgracia de Abraham queda determinada como provisión, como necesidad provisional de una figura y de un paso en el horizonte de la reconciliación, del retorno a sí y del saber absoluto. Además, el deseo no es desgraciado. Es apertura y libertad. Y lo infinito deseado puede dirigirlo, pero jamás saciarlo con su presencia. «Y si el deseo tuviese que cesar con Dios, / ¡Ay!, envidiaría tu infierno.» (¿Se nos permitirá citar a Claudel para comentar a Levinas, a pesar de que éste polemiza también con ese «espíritu admirado desde [nuestra] juventud»? [DL].)

Lo infinitamente otro es lo invisible puesto que la visión sólo se abre a la exterioridad ilusoria y relativa de la teoría y la necesidad. Exterioridad provisional que se da uno con vistas a consumirla, a consumarla. Inaccesible, lo invisible es lo altísimo. Esta expresión -afectada quizás por las resonancias platónicas evocadas por Levinas, pero sobre todo por otras que se reconocerán más rápidamente- desgarra, por el exceso superlativo, la letra espacial de la metáfora. Por alta que sea, la altura es siempre accesible; lo altísimo, en cambio, es más alto que la altura. Ningún aumento de altura podría medirlo. No pertenece al espacio, no es del mundo. Pero ¿de qué tipo es la necesidad de esta inscripción del lenguaje en el espacio en el momento de excederlo? Y si el polo de la transcendencia metafísica es no-altura espacial, ¿qué legitima en última instancia la expresión trans-ascendencia tomada de J. Wahl? El tema del rostro nos ayudará a comprenderlo quizás.

El yo es lo mismo. La alteridad o la negatividad interna al yo, la diferencia interior no es más que una apariencia: una ilusión, un «juego de lo Mismo», el «modo de identificación» de un yo cuyos momentos esenciales se llaman el cuerpo, la posesión, la casa, la economía, etc. Levinas les consagra bellas descripciones. Pero este juego de lo mismo no es monótono, no se repite en el monólogo y la tautología formal. Comporta, en tanto trabajo de identificación y producción concreta del egoísmo, una cierta negatividad. Negatividad finita, modificación interna y relativa por la que el yo se afecta a sí mismo en su movimiento de identificación. Se altera, así, hacia sí en sí. La resistencia ofrecida al trabajo, provocando éste, sigue siendo un momento de lo mismo, momento finito que conforma sistema y totalidad con el agente. Ni que decir tiene, Levinas describe así la historia como ceguera a lo otro y laboriosa procesión de lo mismo. Podrá preguntarse si la historia puede ser la historia, si hay historia cuando la negatividad queda encerrada en el círculo de lo mismo y cuando el trabajo no se tropieza verdaderamente con la alteridad, cuando se da a sí mismo su resistencia. Cabrá preguntarse si la historia misma no comienza con esa relación con lo otro que Levinas sitúa más allá de la historia. El esquema de esta cuestión podría dominar toda la lectura de Totalidad e infinito. Se asiste así, en cualquier caso, a ese desplazamiento del concepto de historicidad del que hablábamos más arriba. Hay que reconocer que sin este desplazamiento, ningún anti-hegelianismo podría ser consecuente de principio a fin. Se ha cumplido, pues, la condición necesaria de este anti-hegelianismo.

Hay que tener cuidado con esto: este tema de la tautología concreta (no-formal) o de la falsa heterología (finita), este tema difícil se propone bastante discretamente al comienzo de Totalidad e infinito; pero condiciona todas las afirmaciones de este libro. Si la negatividad (trabajo, historia, etc.) no contiene jamás relación con lo otro, si lo otro no es la simple negación de lo mismo, entonces ni la separación ni la trascendencia metafísica se piensan bajo la categoría de la negatividad. De la misma manera que -lo veíamos más arriba- la simple consciencia interna no podría, sin la irrupción de lo totalmente otro, darse el tiempo y la alteridad absoluta de los instantes, así también el yo no puede engendrar en sí la alteridad sin el encuentro del otro.

Si estas proposiciones iniciales que autorizan la ecuación del yo con lo mismo no nos convencen, nada lo hará ya. Si no se sigue a Levinas cuando afirma que lo que se ofrece al trabajo o al deseo -en el sentido hegeliano (por ejemplo, la objetividad natural)- pertenece al yo, a su economía (a lo mismo), no le ofrece la resistencia absoluta reservada a lo otro (el otro), si se está tentado por pensar que esta última resistencia supone, en su sentido más propio, pero sin confundirse con ella, la posibilidad de la resistencia de las cosas (la existencia del mundo que no es yo, y en el que estoy, de forma tan original como se quiera, por ejemplo como origen del mundo en el mundo...), si no se sigue a Levinas cuando afirma que la verdadera resistencia a lo mismo no es la de las cosas, no es real, sino inteligible,[xvi] si se está en contra de la noción de resistencia puramente inteligible, ya no podrá seguirse a Levinas. Y no podrán seguirse sin un malestar indefinible las operaciones conceptuales a las que da lugar la disimetría clásica de lo mismo y lo otro al dejarse invertir; o (diría una mentalidad clásica), al fingir prestarse a tal inversión, manteniéndose sin embargo como la misma, impasible bajo una sustitución algebraica.

¿De qué clase es, pues, este encuentro con lo absolutamente-otro? Ni representación, ni limitación, ni relación conceptual con lo mismo. El yo y lo otro no se dejan dominar, no se dejan totalizar por un concepto de relación. Y en primer lugar porque el concepto (materia del lenguaje), siempre dado a lo otro, no puede cerrarse sobre lo otro, comprenderlo. La dimensión dativa o vocativa, en la medida en que abre la dirección originaria del lenguaje, no podría dejarse comprender y modificar en la dimensión acusativa o atributiva del objeto sin violencia. El lenguaje, pues, no puede totalizar su propia posibilidad y comprender en sí su propio origen o su propio fin.

A decir verdad, no hay que preguntarse de qué clase es este encuentro: es el encuentro, la única salida, la única aventura fuera de sí, hacia lo imprevisiblemente-otro. Sin esperanza de retorno. En todos los sentidos de esta expresión, y por eso esta escatología que no espera nada parece a veces infinitamente desesperada. A decir verdad, en La huella de lo otro, la escatología no sólo «parece» desesperada. Se da como tal y la renuncia forma parte de su significación esencial. Al describir la liturgia, el deseo y la obra como rupturas de la Economía y de la Odisea, como imposibilidad de retorno a lo mismo, Levinas habla de una «escatología sin esperanza para sí o liberación respecto a mi tiempo».

No hay pues conceptualidad del encuentro: éste se hace posible por lo otro, por lo imprevisible, «refractario a la categoría». El concepto supone una anticipación, un horizonte en que la alteridad se amortigua al enunciarse, y dejarse prever. Lo infinitamente-otro no se enlaza en un concepto, no se piensa a partir de un horizonte que es siempre horizonte de lo mismo, la unidad elemental en la que los surgimientos y las sorpresas vienen a ser acogidos siempre por una comprensión, son reconocidos. Se debe pensar, así, contra una evidencia de la que se podría creer -de lo que todavía no se puede no creer- que es el éter mismo de nuestro pensamiento y de nuestro lenguaje. Intentar pensar lo contrario corta el aliento. No se trata sólo de pensar lo contrario, que es todavía su cómplice, sino de liberar su pensamiento y su lenguaje para el encuentro más allá de la alternativa clásica. Sin duda este encuentro que, por primera vez, no tiene la forma del contacto intuitivo (en la ética, en el sentido que le da Levinas, la prohibición principal, central, es la del contacto), sino la de la separación (el encuentro como separación, otra rotura de la «lógica formal»),[xvii] sin duda este encuentro con lo imprevisible mismo es la única abertura posible del tiempo, el único porvenir puro, el único gasto puro más allá de la historia como economía. Pero este porvenir no es otro tiempo, un mañana de la historia. Está presente en el corazón de la experiencia. Presente no de una presencia total sino de la huella. La experiencia misma es, pues, escatológica, por su origen y de parte a parte, antes de todo dogma, toda conversión, todo artículo de fe o de filosofía.

Cara a cara con el otro en una mirada y una palabra que mantienen la distancia e interrumpen todas las totalidades, este estar-juntos como separación precede o desborda la sociedad, la colectividad, la comunidad. Levinas lo llama religión. Y ésta abre la ética. La relación ética es una relación religiosa (DL). No una religión, sino la religión, la religiosidad de lo religioso. Esta trascendencia más allá de la negatividad no se efectúa en la intuición de una presencia positiva, «instaura, simplemente, el lenguaje en que ni el no ni el sí son la primera palabra» (TI), sino la interrogación. Interrogación no teórica, sin embargo, cuestión total, desamparo e indigencia, súplica, ruego exigente dirigido a una libertad, es decir, mandato: el único imperativo ético posible, la única no-violencia encarnada puesto que es respeto del otro. Respeto inmediato del otro mismo puesto que no pasa, podría quizás decirse sin seguir ninguna indicación literal de Levinas, por el elemento neutro de lo universal y por el respeto -en el sentido kantiano-[xviii] de la Ley.

Esta restauración de la metafísica permite entonces radicalizar y sistematizar las reducciones anteriores de la fenomenología y la ontología. La visión es, sin duda, en primera instancia, un conocimiento respetuoso y la luz pasa por ser el elemento que más fielmente, de la manera más neutra, en tercera persona, deja ser lo conocido. La relación teórica no ha sido el esquema preferido de la relación metafísica por azar (cf. TI). Cuando el tercer término es, en su más neutra indeterminación, luz del ser -que no es ni un ente ni un no-ente, mientras que lo mismo y lo otro son- la relación teórica es ontología. Ésta, según Levinas, devuelve siempre lo otro al seno de lo mismo gracias a la unidad del ser. Y la libertad teorética que accede al pensamiento del ser no es más que la identificación de lo mismo, luz en que yo me doy lo que digo encontrar, libertad económica en el sentido particular que Levinas da a esta palabra. Libertad en la inmanencia, libertad pre-metafísica, podría casi decirse física, libertad empírica incluso si en la historia se llama razón. La razón sería naturaleza. La metafísica se abre cuando la teoría se critica como ontología, como dogmatismo y espontaneidad de lo mismo, cuando, saliendo de sí, se deja someter a cuestión por lo otro en el movimiento ético. La metafísica, posterior de hecho, como crítica de la ontología, es por derecho y filosóficamente, primera. Si es verdad que «la filosofía occidental ha sido las más de las veces una ontología» dominada desde Sócrates por una Razón que no recibe más que lo que ella se da a sí misma,[xix] que no hace jamás sino acordarse de sí misma, si la ontología es una tautología y una egología, es que ha neutralizado siempre, en todos los sentidos de la palabra, lo otro. La neutralización fenomenológica, cabría la tentación de decirlo, da su forma más sutil y más moderna a esta neutralización histórica, política y policial. Sólo la metafísica podría liberar a lo otro de esa luz del ser o del fenómeno que «quita al ser su resistencia».

La «ontología» heideggeriana, a pesar de seductoras apariencias, no escaparía a este esquema. Seguiría siendo todavía «egología» e incluso «egoísmo»: «Sein und Zeit no ha sostenido quizás más que una sola tesis: el ser es inseparable de la comprensión del ser (que se desarrolla como tiempo), el ser es ya apelación a la subjetividad. El primado de la ontología heideggeriana no reposa sobre el truismo: “Para comprender el ente, hay que haber comprendido el ser del ente”. Afirmar la prioridad del ser en relación al ente es pronunciarse ya sobre la esencia de la filosofía, subordinar la relación con alguien, que es un ente (la relación ética), a una relación con el ser del ente que, impersonal, permite la aprehensión, la dominación del ente (en una relación de saber), subordina la justicia a la libertad... modo de permanecer lo Mismo en el seno de lo Otro». A pesar de todos los malentendidos que pueden entrar en este tratamiento del pensamiento heideggeriano -lo estudiaremos por sí mismo más adelante-, en todo caso la intención de Levinas parece clara. El pensamiento neutro del ser neutraliza al otro como ente: «La ontología como filosofía primera es una filosofía del poder», filosofía de lo neutro, tiranía del estado como universalidad anónima e inhumana. Aquí se sostienen las premisas de una crítica de la alienación estatal cuyo anti-hegelianismo no sería ni subjetivista ni marxista; ni anarquista, pues es una filosofía del «principio, que sólo es posible como mandato». Las «posibilidades» heideggerianas siguen siendo poderes. No por ser pre-técnicos y pre-objetivos oprimen y poseen menos. Por otra paradoja, la filosofía de lo neutro comunica con una filosofía del lugar, del enraizamiento, de las violencias paganas, del rapto, del entusiasmo, filosofía expuesta a lo sagrado, es decir, a lo divino anónimo, a lo divino sin Dios (DL). Para ser completo, «materialismo vergonzoso», pues en su fondo el materialismo no es en primer lugar un sensualismo, sino la primacía reconocida a lo neutro (TI). La noción de primacía que tan frecuentemente usa Levinas, traduce bien todo el gesto de su crítica. Según la indicación presente en la noción de arché, el comienzo filosófico es inmediatamente traspuesto a mandato ético o político. El primado es de entrada principio y jefe. Todos los pensamientos clásicos interrogados por Levinas son arrastrados al ágora, y conminados a explicarse en un lenguaje ético-político que no siempre han querido o creído querer hablar, conminados a trasponerse confesando su designio violento; y un lenguaje que hablaban ya en la ciudad, que decían claramente, a través de giros y a pesar del desinterés aparente de la filosofía, a quién debía corresponder el poder. Aquí se sostienen las premisas de una lectura no-marxista de la filosofía como ideología. Las vías de Levinas son decididamente difíciles: aun rehusando el idealismo y las filosofías de la subjetividad, debe denunciar también la neutralidad de un «Logos que no es verbo de nadie» (ibíd.). (Sin duda se podría mostrar que Levinas, incómodamente instalado -y ya por la historia de su pensamiento- en la diferencia entre Husserl y Heidegger, critica siempre al uno en un estilo y según un esquema tomados del otro, acabando por mandarlos juntos entre bastidores como compadres en el «juego de lo Mismo» y cómplices en el mismo golpe de fuerza histórico-filosófico.) El verbo debe no solamente ser verbo de alguien; debe desbordar hacia el otro lo que se llama el sujeto hablante. Ni las filosofías de lo neutro ni las filosofías de la subjetividad pueden reconocer este trayecto de la palabra que ninguna palabra puede totalizar. Por definición, si el otro es el otro, y si toda palabra es para el otro, ningún logos como saber absoluto puede comprender el diálogo y el trayecto hacia el otro. Esta incomprensibilidad, esta ruptura del logos no es el comienzo del irracionalismo, sino herida o inspiración que abre la palabra y hace luego posible todo logos o todo racionalismo. Un logos total debería todavía, para ser logos, dejarse exponer a lo otro más allá de su propia totalidad. Si hay, por ejemplo, una ontología o un logos de la comprensión del ser (del ente), «ésta se dice ya al ente que resurge detrás del tema en que se expone. Este “decir a Otro” -esta relación con Otro como interlocutor, esta relación con un ente- precede a toda ontología. Es la relación última en el ser. La ontología supone la metafísica» (TI). «Al desvelamiento del ser en general, como base del conocimiento y como sentido del ser, preexiste la relación con el ente que se expresa; al plano de la ontología, el plano ético.» Así pues, la ética es la metafísica. «La moral no es una rama de la filosofía, sino la filosofía primera.»

El desbordamiento absoluto de la ontología -como totalidad y unidad de lo mismo: el ser- por lo otro se produce como infinito puesto que ninguna totalidad puede abrazarlo. Lo infinito irreductible a la representación de lo infinito, que excede el ideatum en el que es pensado, pensado como más de lo que puedo pensar, como lo que no puede ser objeto o simple «realidad objetiva» de la idea, tal es el polo de la trascendencia metafísica. La idea cartesiana del infinito, tras el epékeina tes ousías, haría aflorar una segunda vez la metafísica en la ontología occidental. Pero lo que ni Platón ni Descartes han reconocido (con algunos otros, si se nos permite no creer tanto como Levinas en su soledad en medio de una multitud filosófica que no entiende ni la verdadera trascendencia ni la extraña idea de Infinito) es que la expresión de este infinito es el rostro.

El rostro no es sólo la cara que puede ser superficie de las cosas o facies animal, aspecto o especie. No es solamente, como quiere el origen de la palabra, lo que es visto, visto porque desnudo. Es también lo que ve. No tanto lo que ve las cosas -relación teórica- sino lo que intercambia su mirada. La cara no es rostro más que en el cara a cara. Como decía Scheler (pero nuestra cita no debe hacernos olvidar que Levinas no es nada scheleriano): «Yo no veo sólo los ojos de otro, veo también que me mira».

¿No lo decía ya Hegel? «Pero si nos preguntamos en cuál de estos órganos aparece toda el alma en tanto que alma, pensamos enseguida en el ojo, pues es en el ojo donde se concentra el alma; ésta no sólo ve a través del ojo, sino que se deja ver ahí a su vez. De la misma manera que al hablar del exterior del cuerpo humano hemos dicho que toda su superficie, en oposición a la del animal, revela la presencia y las pulsaciones del corazón, diremos del arte que tiene como tarea hacer que en todos los puntos de su superficie lo fenoménico devenga el ojo, sede del alma que hace visible el espíritu» (Estética). (Sobre el ojo y la interioridad del alma, ver también extensas y bellas páginas que no podemos citar aquí, t. III, 1. ª parte.)

Esta es quizás la ocasión de subrayar, en relación con un punto preciso, un tema que ampliaremos más adelante: Levinas está muy próximo a Hegel, mucho más próximo de lo que querría él mismo, y esto en el momento en que se opone a él de la manera aparentemente más radical. Se da ahí una situación que debe compartir con todos los pensadores anti-hegelianos, y cuya significación última habría que meditar. Aquí, en particular, a propósito de la relación entre el deseo y el ojo, el sonido y la teoría, la convergencia es tan profunda como la diferencia, y no se añade ni se yuxtapone simplemente a ésta. En efecto, como Levinas, Hegel pensaba que el ojo, en tanto no pretende «consumir», suspende el deseo. Es el limite mismo del deseo (y quizás por eso su recurso) y el primer sentido teórico. No es a partir de algún género de fisiología, sino de la relación entre muerte y deseo, como hay que pensar la luz y la abertura del ojo. Tras haber hablado del gusto, del tacto y del olfato, Hegel escribe de nuevo en la Estética: «La vista, por el contrario, se encuentra con los objetos en una relación puramente teórica, por intermedio de la luz, esta materia inmaterial que deja a los objetos su libertad, aclarándolos e iluminándolos, pero sin consumirlos, como lo hacen el aire y el fuego, de una manera imperceptible o manifiesta. La vista exenta de deseo se dirige, pues, a todo lo que existe materialmente en el espacio, pero que, conservando su integridad, no se manifiesta más que por la forma y el color».

Esta neutralización del deseo es la excelencia de la vista según Hegel. Pero es además, para Levinas, y por las mismas razones, la primera violencia, aunque el rostro no sea lo que es cuando la mirada esté ausente. La violencia sería, pues, la soledad de una mirada muda, de un rostro sin palabra, la abstracción del ver. Según Levinas, la mirada, por sí sola, contrariamente a lo que se podría creer, no respeta al otro. El respeto, más allá de la toma y del contacto, del tocar, del olfato y del gusto, no es posible más que como deseo, y el deseo metafísico no busca, como el deseo hegeliano o como la necesidad, consumir. Por eso Levinas considera el sonido por encima de la luz. (« El pensamiento es lenguaje y se piensa en un elemento análogo al sonido y no a la luz.» ¿Qué quiere decir aquí esta analogía, diferencia y semejanza, relación entre el sonido sensible y el sonido del pensamiento como palabra inteligible, entre la sensibilidad y la significación, los sentidos y el sentido? Es una cuestión que se plantea también Hegel cuando admira la palabra Sinn.)

En Totalidad e infinito, el movimiento de la metafísica es, pues, también la trascendencia del oír con respecto al ver. Pero en la Estética de Hegel también: «El oído es el otro sentido teórico. Aquí se produce lo contrario de lo que ocurre con la vista. El oído tiene que ver no con el color, con la forma, etc., sino con los sonidos, con las vibraciones del cuerpo, vibraciones que no son un proceso de disociación o de evaporación, como en los objetos percibidos por el olfato, sino un simple temblor del objeto que se mantiene él mismo intacto. Este movimiento ideal por el que, diríamos, se manifiesta la simple subjetividad, al resonar el alma del cuerpo, la oreja lo percibe de la misma manera teórica que aquélla con la que el ojo percibe el color o la forma, convirtiéndose así la interioridad del objeto en la del sujeto mismo». Pero: «... El oído que, como la vista, forma parte no de los sentidos prácticos sino de los sentidos teóricos..., es incluso más ideal que la vista. Pues dado que la contemplación en calma, desinteresada de las obras de arte, lejos de intentar suprimir los objetos, los deja por el contrario subsistir tal como son y allí donde están, lo que es captado por la vista no es lo ideal en sí, sino que persevera por el contrario en su existencia sensible. La oreja, en cambio, sin volverse prácticamente a los objetos, percibe el resultado de este temblor interior del cuerpo por el que se manifiesta y se revela, no la figura material, sino una primera idealidad que viene del alma».

La cuestión de la analogía nos reconduciría así a esta noción de temblor, que nos parece decisivo en la Estética de Hegel, en tanto que abre el paso a la idealidad. Por otra parte, para confrontar sistemáticamente los pensamientos de Levinas y de Hegel, sobre el tema del rostro, habría que consultar no solamente las páginas que la Fenomenología del espíritu consagra a la fisiognomonía, sino el parágrafo 411 de la Enciclopedia sobre el espíritu, el rostro y el lenguaje.

Por motivos que nos son ahora familiares, el cara a cara escapa, pues, a toda categoría. Pues el rostro se da ahí simultáneamente como expresión y palabra. No solamente mirada, sino unidad original de la mirada y de la palabra, de los ojos y de la boca -que habla, pero que dice también su hambre-. Es, pues, también lo que oye lo invisible, pues «el pensamiento es lenguaje» y «se piensa en un elemento análogo al sonido y no a la luz». Esta unidad del rostro precede, en su significación, a la dispersión de los sentidos y de los órganos de la sensibilidad. Su significación es, pues, irreductible. Por lo demás el rostro no significa. No encarna, no reviste, no señala a otra cosa que él mismo, alma, subjetividad, etc. El pensamiento es palabra, así pues es inmediatamente rostro. En esto, la temática del rostro pertenece a la filosofía más moderna del lenguaje y del cuerpo propio. El otro no se señala a través de su rostro, es ese rostro: «... absolutamente presente, en su rostro, el Otro -sin ninguna metáfora- me hace frente».[xx] El otro no se da, pues, «en persona» y sin alegoría más que en el rostro. Recordemos lo que decía a este respecto Feuerbach, que también ponía en comunicación los temas de la altura, la sustancia y el rostro: «Lo que está situado más alto en el espacio es también en la cualidad lo más alto del hombre, lo que le es más próximo, lo que no puede separar ya de él -y es la cabeza. Si veo la cabeza de un hombre, es a él mismo al que veo; pero si no veo más que el tronco, no veo nada más que su tronco».[xxi] Aquello que no se puede separar de... es la sustancia en sus predicados esenciales y «en sí». Levinas dice también a menudo kath’autó y «sustancia» hablando del otro como rostro. El rostro es presencia, ousía.

El rostro no es una metáfora, el rostro no es una figura. El discurso sobre el rostro no es una alegoría ni, como se estaría tentado de creer, una prosopopeya. De ahí que la altura del rostro (en relación con el resto del cuerpo) determine quizás en parte (en parte solamente, lo veremos más adelante) la expresión altísimo, sobre la que nos interrogábamos anteriormente. Si la altura de lo altísimo, estaríamos tentados de decir, no pertenece al espacio (y por eso el superlativo debe destruir el espacio construyendo su metáfora), no es por ser extraño al espacio, sino por ser (en) el espacio, el origen del espacio, por orientar el espacio a partir del habla y de la mirada, del rostro, de la cabeza que gobierna desde arriba el cuerpo y el espacio. (Aristóteles compara ciertamente el principio trascendente del bien con el jefe de los ejércitos; ignora sin embargo el rostro, y que el dios de los ejércitos es La Faz.) El rostro no significa, no se presenta como un signo, sino que se expresa, dándose en persona, en sí, kath’autó: «La cosa en sí se expresa». Expresarse es estar detrás del signo. Estar detrás del signo, ¿no es en primer término estar en condiciones de asistir (a) su palabra, prestarle su ayuda, según la expresión del Fedro pleiteando contra Thot (o Hermes) y que Levinas hace suya muchas veces? Sólo la palabra viva, en su dominio y su magistralidad, puede prestarse ayuda, sólo ella es expresión y no signo sirviente. Con tal que sea verdaderamente palabra, «la voz creadora, no la voz cómplice que es una voz sirviente» (E. Jabés). Y sabemos que todos los dioses de la escritura (Grecia, Egipto, Asiría, Babilonia) tienen el status de dioses auxiliares, secretarios serviles del gran dios, pasadores lunares y astutos que destronan a veces al rey por procedimientos deshonrosos. Lo escrito y la obra no son expresiones, sino signos, para Levinas.

Con la referencia al epékeina tes ousías, ese es al menos el segundo tema platónico de Totalidad e infinito. Se lo reencuentra también en Nicolás de Cusa. «Mientras que el obrero abandona su obra, que en adelante prosigue su destino independiente, el verbo del profesor es inseparable de la persona misma que lo profiere.»[xxii] La crítica de la obra implicada de esta manera separa, por una vez al menos, a Hegel de Nicolás de Cusa.

Habría que abordar esta problemática separadamente y por sí misma. ¿Es «el discurso oral» «la plenitud del discurso»? ¿Es lo escrito solamente «lenguaje que vuelve a ser signo»? ¿O, en otro sentido, «palabra actividad» en la que «me ausento y falto a mis productos» que me traicionan más bien que me expresan? La «franqueza» de la expresión ¿está esencialmente del lado de la palabra viva para quien no es Dios? Esta cuestión no tiene sentido, sin duda, para Levinas, que piensa el rostro en la «semejanza» del hombre y de Dios. La altura y el magisterio de la enseñanza ¿no están del lado de la escritura? ¿No pueden invertirse todas las proposiciones de Levinas en relación con este punto? ¿Mostrando, por ejemplo, que la escritura puede prestarse ayuda, pues tiene el tiempo y la libertad, al escapar mejor que la palabra a la urgencia empírica? ¿Que, al neutralizar las demandas de la «economía» empírica, su esencia es más «metafísica» (en el sentido de Levinas) que el habla? ¿Que el escritor se ausenta mejor, es decir, se expresa mejor como otro, y se dirige mejor al otro, que el hombre de la palabra? ¿Y que, al privarse de los goces y de los efectos de sus signos, renuncia mejor a la violencia? ¿Es verdad que aquél no pretende quizás sino multiplicarlos hasta el infinito, olvidando así -al menos- lo otro, lo infinitamente otro en tanto muerte, practicando así la escritura como diferancia y economía de la muerte? El límite entre la violencia y la no-violencia no pasa, pues, quizás, entre la palabra y la escritura, sino por dentro de cada una de ellas. La temática de la huella (distinguida por Levinas del efecto, de la pista o del signo que no se relacionan con el otro como invisible absoluto) debería conducir a una cierta rehabilitación de la escritura. El «Él» cuya trascendencia y ausencia generosa se anuncian sin retorno en la huella ¿no es más fácilmente el autor de la escritura que el de la palabra? La obra, la trans-economía, el gasto puro tal como Levinas lo determina, no es ni el juego, ni la muerte. No se confunde simplemente ni con la letra ni con la palabra. No es un signo, y su concepto no podría, en consecuencia, recubrir el concepto de obra que se encuentra en Totalidad e infinito. Levinas está, pues, a la vez muy cerca y muy lejos de Nietzsche y de Bataille.

M. Blanchot expresa su desacuerdo a propósito de esta preeminencia del discurso oral que se asemeja a «la tranquila palabra humanista y socrática que nos hace próximo al que habla» [xxiii] ¿Cómo, por otra parte, podría el hebraísmo rebajar la letra, cuyo elogio sabe escribir tan bien Levinas? Por ejemplo: «Admitir la acción de la literatura sobre los hombres, esta es quizás la última sabiduría de Occidente, en que se reconocerá el pueblo de la Biblia» (DL), y «El espíritu es libre en la letra y está encadenado en la raíz»; además «Amar la Thora más que a Dios» es «protección contra la locura de un contacto directo con lo Sagrado... » (DL). Se ve bien lo que Levinas quiere salvar de la palabra viva y originaria misma. Sin su posibilidad, fuera de su horizonte, la escritura no es nada. En ese sentido, ésta será siempre segunda. Liberarla de esta posibilidad y de este horizonte, de esta secundariedad esencial, es negarla como escritura y dejar paso a la gramática o al léxico sin lenguaje, a la cibernética o a la electrónica. Pero sólo en Dios se cumple sin desfallecimiento la palabra como presencia, como origen y horizonte de la escritura. Habría que poder mostrar que sólo esta referencia a la palabra de Dios distingue la intención de Levinas de la de Sócrates en el Fedro; que para un pensamiento de la finitud originaria esta distinción no es ya posible. Y que si la escritura es segunda entonces, nada, sin embargo, tiene lugar antes de ella.

Por lo que concierne a sus relaciones con Blanchot, nos parece que, a pesar de las aproximaciones frecuentes que propone Levinas, las afinidades, profundas e indiscutibles, pertenecen todas ellas al momento de la crítica y la negatividad, en ese vacío de la finitud donde la escatología mesiánica llega a resonar, en esa espera de la espera en la que Levinas ha empezado a oír una respuesta. Esta respuesta se llama todavía espera, desde luego, pero esta espera no se hace esperar ya para Levinas. La afinidad cesa, nos parece, en el momento en que la positividad escatológica llega a aclarar retrospectivamente el camino común, a levantar la finitud y la negatividad pura de la cuestión, cuando se determina lo neutro. Blanchot podría extender sin duda a todas las proposiciones de Levinas lo que dice de la disimetría en el espacio de la comunicación: «He aquí lo decisivo en la afirmación de que debemos oír, y que habrá que mantener independientemente del contexto teológico en el que esta afirmación se presenta». Pero, ¿es eso posible? Si se lo independiza de su «contexto teológico» (expresión que Levinas rehusaría sin duda), ¿no se vendría abajo todo este discurso?

Estar detrás del signo que está en el mundo es, seguidamente, permanecer invisible al mundo en la epifanía. En el rostro, el otro se entrega en persona como otro, es decir, como lo que no se revela, como lo que no se deja tematizar. No podré hablar de otro, convertirlo en tema, decirlo como objeto, en acusativo. Solamente puedo, solamente debo hablar a otro, llamarle en vocativo, que no es una categoría, un caso de la palabra, sino el surgimiento, la elevación misma de la palabra. Es necesario que falten las categorías para que no se falte al otro; pero para que no se falte al otro, es necesario que éste se presente como ausencia y aparezca como no-fenomenalidad. Siempre detrás de sus signos y de sus obras, en su interioridad secreta y discreta por siempre, interrumpiendo por su libertad de palabra todas las totalidades de la historia, el rostro no es «del mundo». Es su origen. No puedo hablar de él más que hablándole; y no puedo alcanzarle más que como debo alcanzarle. Pero no debo alcanzarle más que como lo inaccesible, lo invisible, lo intangible. El secreto, la separación, la invisibilidad de Gyges («condición misma del hombre») son el estado mismo, el status de lo que se llama la psyque. Esta separación absoluta, este ateísmo natural, esta libertad de mentira en donde radican la verdad y el discurso, todo eso es «una gran gloria para el creador». Afirmación que, por una vez al menos, apenas podrá desconcertar.

Para que el rostro presente al otro sin metáfora, la palabra no debe simplemente traducir el pensamiento. Sin duda es necesario que el pensamiento sea ya palabra, pero es necesario sobre todo que el cuerpo se mantenga siendo también lenguaje. Es necesario que el conocimiento racional no sea la primera palabra de las palabras. De creer a Levinas, la subordinación clásica del lenguaje al pensamiento y del cuerpo al lenguaje, Husserl y Heidegger la habrían aceptado en el fondo. En cambio, Merleau-Ponty, «mejor que otros», habría mostrado «que el pensamiento desencarnado, que piensa la palabra antes de hablarla, el pensamiento que constituye el mundo de la palabra, era un mito». Pero por la fuerza de un movimiento genuino suyo, Levinas sólo asume tal extrema audacia «moderna» para replegarla hacia un infinitismo que, en su parecer, aquélla debe suponer, y cuya forma es muchas veces muy clásica, prekantiana más que hegeliana. Así, los temas del cuerpo propio como lenguaje e intencionalidad no pueden eludir los escollos clásicos, y el pensamiento no puede ser de entrada lenguaje si no se reconoce que es de entrada e irreductiblemente relación con el otro (lo que, nos parece, no había escapado a Merleau-Ponty),[xxiv] pero un otro irreductible que me convoca sin retorno hacia afuera, pues en él se presenta el infinito sobre el que ningún pensamiento puede cerrarse, que prohíbe el monólogo «aunque tenga “la intencionalidad corporal” de Merleau-Ponty». Contra todas las apariencias y contra todo lo acostumbrado, se debería reconocer, pues, aquí, que la disociación entre pensamiento y lenguaje y la subordinación de éste a aquél constituyen lo típico de una filosofía de la finitud. Y esta demostración nos remitiría de nuevo al Cogito cartesiano de la tercera de las Meditaciones, más allá de Merleau-Ponty, Heidegger y Husserl. Y ello según un esquema que nos parece sostener el conjunto de este pensamiento; lo otro no es lo otro más que si su alteridad es absolutamente irreductible, es decir, infinitamente irreductible; y lo infinitamente Otro sólo puede ser lo Infinito.

Palabra y mirada, el rostro no está, pues, en el mundo, puesto que abre y excede la totalidad. Por eso marca el límite de todo poder, de toda violencia, y el origen de la ética. En un sentido, el asesinato se dirige siempre al rostro, pero para fallar siempre el intento. «El asesinato ejerce un poder sobre lo que escapa al poder. Todavía poder, pues el rostro se expresa en lo sensible; pero ya impotencia, puesto que el rostro desgarra lo sensible.». «El Otro es el único ser al que puedo querer matar», pero el único también que me manda: «no matarás», y que limita absolutamente mi poder. No oponiéndome otra fuerza en el mundo, sino hablándome y mirándome desde otro origen del mundo, desde lo que ningún poder finito podría oprimir. Extraña, impensable noción de resistencia no real. Desde su artículo de 1953 (ya citado) no dice ya, que sepamos, «resistencia inteligible» -expresión cuyo sentido pertenece todavía, al menos por su literalidad, a la esfera de lo Mismo, y que sólo había sido utilizada, al parecer, para significar una resistencia no-real- En Totalidad e infinito, Levinas habla de «resistencia ética».

Lo que escapa al concepto como poder no es, pues, la existencia en general, sino la existencia del otro. Y en primer término porque no hay, a pesar de las apariencias, concepto del otro. Habría que reflexionar de forma artesanal, en la dirección en que filosofía y filología vienen a controlarse, y a unir su cuidado y su rigor, con esta palabra «Otro» (Autrui), apuntada en silencio por la mayúscula que aumenta la neutralidad de lo otro (l’autre), y de la que nos servimos con tanta familiaridad, siendo así que es el desorden mismo de la conceptualidad. ¿Es sólo un nombre común sin concepto? Pero, en primer lugar, ¿es un nombre? No es un adjetivo, ni un pronombre, es, pues, un sustantivo -y así lo clasifican los diccionarios- pero un sustantivo que no es, como de costumbre, una especie de nombre: ni nombre común, pues no soporta, como en la categoría de lo otro en general, del héteron, el artículo definido. Ni el plural. «En la expresión de cancillería “l’autrui” no hay que tomar le por el artículo de autrui; se sobreentiende bien, derecho; el bien, el derecho d’autrui» nota Littré, que había empezado así: «Autrui, de alter-huic, este otro, en régimen gramatical de caso: de ahí por qué autrui está siempre en régimen y por qué autrui es menos general que los otros». Así pues, y sin hacer de la lengua el accidente del pensamiento, habría que dar cuenta de esto: que lo que está, en la lengua, siempre «en régimen», y en la menor generalidad, sea, por su sentido, indeclinable y allende el género. ¿Cuál es el origen de este caso del sentido en la lengua, de este régimen en que la lengua introduce el sentido? «El otro» (autrui) no es, por lo demás, un nombre propio, aunque su anonimato no signifique sino el recurso innombrable de todo nombre propio. Habría que reflexionar pacientemente sobre lo que sucede en la lengua cuando el pensamiento griego del héteron parece perder el aliento ante el alter-huic, parece hacerse impotente para dominar lo que sólo él, sin embargo, permite pre-comprender disimulando como alteridad (otro en general) aquello que de vuelta le revelará el centro irreductible de su sentido (lo otro como el otro). Habría que reflexionar en la complicidad de esta disimulación y de esta pre-comprensión que no se produce dentro de un movimiento conceptual, pues la palabra francesa autrui no designa una especie del género otro. Habría que reflejar este pensamiento de lo otro en general (que no es un género), pensamiento griego dentro del que esta diferencia no específica (se) produce (en) nuestra historia. Antes todavía: ¿qué significa otro antes de la determinación griega del héteron y la determinación judeo-cristiana de el otro? Es el tipo de cuestión que Levinas parece recusar en el fondo: según él sólo la irrupción del otro permite acceder a la alteridad absoluta e irreductible de lo otro. Habría que reflexionar, pues, en ese Huic del otro, cuya trascendencia no es todavía la de un tú. Aquí cobra sentido la oposición de Levinas a Buber o a G. Marcel. Tras haber opuesto la altura magistral del Usted a la reciprocidad íntima del Yo-Tú (TI), Levinas parece orientarse en su meditación de la Huella hacia una filosofía del Ille, del Él (del prójimo como extranjero lejano, según la ambigüedad original de la palabra que se traduce como «prójimo» al que amar). De un Él que no sería el objeto impersonal opuesto al tú, sino la trascendencia invisible del otro.[xxv] Si en el rostro la expresión no es revelación, lo no-revelable se expresa más allá de toda tematización, de todo análisis constitutivo, de toda fenomenología. En sus diversas etapas, la constitución trascendental del alter ego, tal como Husserl intenta ordenar su descripción en la quinta de las Meditaciones cartesianas, presupondría aquello cuya génesis pretende (según Levinas) seguir. El otro no sería constituido como un alter ego, fenómeno del ego, por y para un ego monádico que procede por una analogía apresentativa. Todas las dificultades que encuentra Husserl serían «superadas», si se reconociera la relación ética como cara a cara originaria, como surgimiento de la alteridad absoluta, de una exterioridad que no se deja ni derivar, ni engendrar, ni constituir a partir de otra instancia que ella misma. «Fuera» absoluto, exterioridad que desborda infinitamente la mónada del ego cogito. Otra vez aquí, Descartes contra Husserl, el Descartes de la tercera de las Meditaciones que Husserl habría ignorado. Mientras que en la reflexión sobre el cogito, Descartes toma consciencia de que el infinito no sólo no puede constituirse en objeto (dudoso), sino que lo ha hecho ya posible como cogito al desbordarlo (desbordamiento no espacial contra el que se rompe la metáfora), Husserl, por su parte, «ve en el cogito una subjetividad sin ningún apoyo fuera de ella, constituye la idea misma de infinito, y se la da como objeto» (TI). Pero lo infinito (infinitamente otro) no puede ser objeto puesto que es palabra, origen del sentido y del mundo. Ninguna fenomenología puede, pues, dar cuenta de la ética, de la palabra y de la justicia.

Pero si toda justicia comienza con la palabra, no toda palabra es justa. La retórica puede volver a la violencia de la teoría que reduce al otro cuando lo conduce, en la psicagogia, la demagogia, incluso la pedagogía que no es enseñanza. Ésta desciende de la altura del maestro cuya exterioridad absoluta no hiere la libertad del discípulo. Más allá de la retórica, la palabra descubre la desnudez del rostro sin la que ninguna desnudez tendría sentido. Todas las desnudeces, «incluso la desnudez del cuerpo experimentada en el pudor», son «figuras» para la desnudez sin metáfora del rostro. El tema está ya muy explícito en ¿Es fundamental la ontología?. «La desnudez del rostro no es una figura de estilo.» Y siempre en la forma de la teología negativa, se muestra que esta desnudez ni siquiera es abertura, pues la abertura es relativa a «una plenitud circundante». La palabra «desnudez» se destruye, pues, tras haber servido para indicar más allá de ella misma. Toda una lectura y toda una interrogación de Totalidad e infinito podrían desarrollarse en torno a esta afirmación. Nos parece que ésta sostiene muy -quizás demasiado- implícitamente la partición decisiva entre lo que Levinas llama el rostro y el más allá del rostro, sección que trata, allende la Fenomenología del eros, del Amor, de la Fecundidad, del Tiempo. Esta desnudez del rostro, palabra y mirada, que no es ni teoría ni teorema, se ofrece y se expone como indigencia, súplica exigente, impensable unidad de una palabra que puede prestarse ayuda y de una mirada que requiere ayuda.

La asimetría, la no-luz, el mandato serían la violencia y la injusticia mismas -y es así como se las entiende normalmente- si pusieran en relación seres finitos, o si lo otro no fuera más que una determinación negativa de lo mismo (finito o infinito). Pero hemos visto que no hay nada de eso. Lo infinito (como infinitamente otro) no puede ser violento como la totalidad (que es siempre definida, pues, por Levinas, siempre determinada por una opción, una decisión inicial del discurso, como totalidad finita: totalidad quiere decir, para Levinas, totalidad finita. Esta determinación es un axioma silencioso). Por eso, sólo Dios impide al mundo de Levinas ser el de la peor y la pura violencia, el mundo de la inmoralidad misma. Las estructuras de la experiencia viva y desnuda que describe Levinas son las mismas de un mundo donde la guerra haría furor -extraño condicional- si lo infinitamente otro no fuera lo infinito, si por ventura fuera un hombre desnudo, finito y solo. Pero en ese caso, diría Levinas sin duda, ni siquiera habría guerra, pues no habría ni rostro, ni verdadera asimetría. No se trataría, pues, entonces, de la experiencia desnuda y viva en que Dios ya ha comenzado a hablar. Dicho de otra manera, en un mundo en el que el rostro fuera plenamente respetado (como lo que no es del mundo), no habría más guerra. En un mundo en el que el rostro no fuera ya en absoluto respetado, ya no habría rostro, ya no habría lugar para la guerra. Dios está, pues, mezclado en la guerra. Su nombre es también, como nombre de la paz, una función en el sistema de la guerra, el único a partir del cual podríamos hablar, el único del que el lenguaje podría hablar siempre. Sin Dios o con Dios, no habría la guerra. Ésta supone y excluye a Dios. Sólo podemos tener relación con Dios dentro de un sistema tal. La guerra pues hay la guerra- es, pues, la diferencia entre el rostro y el mundo finito sin rostro. Pero esta diferencia ¿no es lo que siempre se ha llamado el Mundo, en el que juega la ausencia-presencia de Dios? Sólo el juego del mundo permite pensar la esencia de Dios. En un sentido que nuestra lengua acogería mal -y Levinas también- el juego del mundo precede a Dios.

El cara a cara no está, pues, determinado originalmente por Levinas como frente a frente de dos hombres iguales y en pie. Esto supone el cara a cara del hombre con la nuca rota y con los ojos elevados hacia la altura de Dios. El lenguaje es, sí, la posibilidad del cara a cara y del estar-de-pie, pero no excluye la inferioridad, la humildad de la mirada hacia el padre, como la mirada del niño que recuerda haber sido expulsado antes de saber andar, de haber sido entregado, confiado, tendido e infante, a las manos de los maestros adultos. El hombre, se podría decir, es un Dios venido demasiado pronto, es decir, un Dios que se sabe para siempre en retraso respecto al ya-ahí del Ser. Pero cabe dudar que estas últimas observaciones pertenezcan, es lo menos que se puede decir, al género del comentario. Y no hacemos referencia aquí a los temas conocidos bajo el nombre de psicoanálisis ni a hipótesis de la embriología o de la antropología sobre el nacimiento estructuralmente prematuro del niño. Nos baste saber que el hombre nace.[xxvi]



Se ha pronunciado con frecuencia el nombre de Dios, pero este retorno a la experiencia y o «a las cosas mismas» como relación con lo infinitamente otro no es teológico, por más que sólo él puede fundar seguidamente el discurso teológico que hasta ahora ha «tratado imprudentemente en términos de ontología la idea de la relación entre Dios y la criatura» (TI). En el retorno a las cosas mismas se encontraría el fundamento de la metafísica -en el sentido de Levinas-, raíz común del humanismo y de la teología: la semejanza entre el hombre y Dios, el rostro del hombre y la Faz de Dios. «... El Otro se asemeja a Dios» (ibíd.). A través del pasaje de esta semejanza, la palabra del hombre puede re-montar hacia Dios, analogía casi inaudita que es el movimiento mismo del discurso de Levinas sobre el discurso. Analogía como diálogo con Dios: «El Discurso es discurso con Dios... La metafísica es la esencia de este lenguaje con Dios». Discurso con Dios y no en Dios como participación. Discurso con Dios y no sobre Dios y sus atributos como teología. Y la disimetría de mi relación con el otro, esta «curvatura del espacio inter-subjetivo significa la intención divina de toda verdad». Aquélla «es, quizás, la presencia misma de Dios». Presencia como separación, presencia-ausencia, ruptura una vez más con Parménides, Espinosa y Hegel, la única que puede consumar «la idea de creación ex nihilo». Presencia como separación, presencia-ausencia como semejanza, pero semejanza que no es la «marca ontológica» del obrero imprimida en su obra (Descartes) o en «seres creados a su imagen y semejanza» (Malebranche),[xxvii] semejanza que no se deja comprender ni en términos de comunión o de conocimiento, ni en términos de participación o de encarnación. Semejanza que no es ni el signo ni el efecto de Dios. Ni el signo ni el efecto exceden lo Mismo. Estamos «en la Huella de Dios». Proposición que corre el riesgo de ser incompatible con toda alusión a «la presencia misma de Dios». Proposición ya dispuesta a convertirse en ateísmo: ¿y si Dios fuera un efecto de huella? ¿Si la idea de la presencia divina (vida, existencia, parousía, etc.), si el nombre de Dios no fuera más que el movimiento de borrarse la huella en la presencia? Se trata de saber si la huella permite pensar la presencia en su sistema o si es el orden inverso el verdadero. Y es, sin duda, el orden verdadero. Pero es precisamente el orden de la verdad lo que está en cuestión aquí. El pensamiento de Levinas se contiene entre estos dos postulados.

La Faz de Dios se sustrae para siempre al mostrarse. Así se ven reunidas en la unidad de su significación metafísica, en el corazón de la experiencia puesta al desnudo por Levinas, las diversas evocaciones de la Faz de Yahvéh, al que no se nombra nunca, desde luego, en Totalidad e infinito. La cara de Yahvéh es la persona total y la presencia total de «el Eterno hablando cara a cara con Moisés», pero que le dice también: «No podrás ver mi cara, pues el hombre no puede verme y seguir viviendo... te tenderás en la roca. Cuando pase mi gloria, te meteré en una hendidura de la roca, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Y cuando retire mi mano, me verás por la espalda, pero mi cara no se podrá ver» (Éxodo). La cara de Dios, que ordena ocultándose, es a la vez más y menos rostro que los rostros. De ahí, quizás, a pesar de las precauciones, esta complicidad equívoca entre teología y metafísica en Totalidad e infinito. ¿Suscribiría Levinas esta frase infinitamente ambigua de El libro de las preguntas de E. Jabés:

«Todos los rostros son el Suyo; por eso ÉL no tiene rostro»?

El rostro no es ni la cara de Dios ni la figura del hombre: es su semejanza. Una semejanza, sin embargo, que tendremos que pensar antes de, o sin, la ayuda de lo Mismo.[xxviii]





III. Diferencia y escatología

Las cuestiones cuyo principio vamos a intentar indicar ahora son todas ellas, en sentidos diversos, cuestiones de lenguaje: cuestiones de lenguaje y la cuestión del lenguaje. Pero si nuestro comentario no ha sido demasiado infiel, se debe estar convencido ya de que no hay nada en el pensamiento de Levinas que no se encuentre por si mismo implicado en tales cuestiones.



De la polémica originaria

Digámoslo en primer lugar para asegurarnos: el camino de pensamiento de Levinas es de tal índole que todas nuestras cuestiones pertenecen ya a su diálogo interno, se desplazan dentro de su discurso, y se limitan a escucharlo, a distancias y en sentidos múltiples.

A. Así, por ejemplo, De la existencia al existente y El tiempo y lo otro habían proscrito, al parecer, la «lógica del género» y las categorías de lo Mismo y de lo Otro. Éstas carecían de la originalidad de la experiencia a la que Levinas quería reconducirnos: «Al cosmos que es el mundo de Platón se opone el mundo del espíritu donde las implicaciones del eros no se reducen a la lógica del género en que el yo se sustituye por lo mismo y el otro por lo otro». Ahora bien, en Totalidad e infinito, donde vuelven a estar en vigor las categorías de lo Mismo y de lo Otro, la vis demostrandi y la energía de ruptura con la tradición es precisamente la adecuación del Yo a lo Mismo, y de El Otro a lo Otro. Aun sin servirse de estos mismos términos, Levinas nos había puesto en guardia a menudo contra la confusión de la identidad y de la ipseidad, del Mismo y del Yo: idem e ipse. Esta confusión, que de alguna manera está inmediatamente ejercida por los conceptos griego de autós y alemán de selbst, no puede producirse tan espontáneamente en francés, y vuelve a ser no obstante, a pesar de las advertencias anteriores, una especie de axioma silencioso en Totalidad e infinito.[xxix] Lo hemos visto: según Levinas no habría diferencia interior, alteridad fundamental y autóctona en el yo. Si la interioridad, el secreto, la separación originaria habían permitido, un poco antes, romper con el uso clásico de las categorías griegas de lo Mismo y de lo Otro, la amalgama de lo Mismo y del Yo (vuelto homogéneo, y homogéneo al concepto como a la totalidad finita) permite ahora envolver en la misma condena a las filosofías griegas y a las filosofías más modernas de la subjetividad, las más preocupadas en distinguir, como Levinas en otro tiempo, el Yo de lo mismo, y el Otro de lo otro. Si no se estuviera atento a este doble movimiento, a este progreso que parece impugnar su propia condición y su primera etapa, se dejaría escapar la originalidad de esta protesta contra el concepto, el estado y la totalidad: esta protesta no se eleva, como es el caso generalmente, en nombre de la existencia subjetiva, sino contra ella. A la vez contra Hegel y contra Kierkegaard.

Levinas nos pone en guardia con frecuencia contra la confusión -tan tentadora- de su antihegelianismo con un subjetivismo o un existencialismo de estilo kierkegaardiano que seguirían siendo, según él, egoísmos violentos y pre-metafísicos: «No soy yo el que me niego al sistema, como pensaba Kierkegaard, es el Otro» (TI). Pero ¿no puede apostarse que Kierkegaard habría sido sordo a esa distinción? ¿Y que habría protestado a su vez contra esta conceptualidad? Habría hecho notar quizás que es en tanto que existencia subjetiva como el Otro se niega al sistema. El Otro no es yo, sin duda -¿y quién lo ha sostenido alguna vez?-, pero es un Yo, cosa que Levinas tiene que suponer para sostener su propósito. Este paso de Mí al Otro como a un Yo es el paso a la egoidad esencial, no empírica, de la existencia subjetiva en general. El filósofo Kierkegaard no aboga solamente en favor de Sören Kierkegaard («grito egoísta de la subjetividad preocupada todavía de la felicidad o de la salud de Kierkegaard»), sino en favor de la existencia subjetiva en general (expresión no contradictoria), y por eso su discurso es filosófico y no depende del egoísmo empírico. El nombre de un sujeto filosófico, cuando dice Yo, es siempre, de una cierta manera, un pseudónimo. Esto es una verdad que Kierkegaard ha asumido de manera sistemática, aun protestando contra la «posibilitación» de la existencia individual por la esencia. Es la esencia de la existencia subjetiva lo que rechaza el concepto. Esta esencia de la existencia subjetiva ¿no está presupuesta por el respeto del Otro, que no puede ser lo que es -el Otro- más que en tanto que existencia subjetiva? Para rechazar la noción kierkegaardiana de existencia subjetiva, Levinas tendría, pues, que desechar incluso la noción de esencia y de verdad de la existencia subjetiva (de Mí, y en primer término del Yo del Otro). Lo que estaría, por otra parte, en la lógica de la ruptura con la fenomenología y la ontología. Lo menos que se puede decir es que Levinas no lo hace, y no puede hacerlo sin renunciar al discurso filosófico. Y si se quiere intentar, a través del discurso filosófico del que es imposible desprenderse totalmente, una penetración hacia su más allá, no hay oportunidad de conseguirlo dentro del lenguaje (Levinas reconoce que no hay pensamiento antes del lenguaje y fuera de él) más que planteando formalmente y temáticamente el problema de las relaciones entre la pertenencia y la abertura (percée), el problema de la clausura. Formalmente, es decir, lo más actualmente posible y de la manera más formal, la más formalizada: no en una lógica, dicho de otro modo en una filosofía, sino en una descripción inscrita, en una inscripción de las relaciones entre lo filosófico y lo no-filosófico, en una especie de gráfica inaudita, dentro de la cual la conceptualidad filosófica no tendría ya más que una función.

Añadamos, para hacerle justicia, que Kierkegaard tenía alguna idea de la irreductibilidad de lo Completamente-Otro, no en el más acá egoísta y estético, sino en el más allá religioso del concepto, por el lado de un cierto Abraham. A su vez, puesto que hay que ceder la palabra al Otro, ¿no habría visto en la Ética, momento de la Categoría y de la Ley, el olvido, en el anonimato, de la subjetividad y de la religión? El momento ético es a sus ojos el hegelianismo mismo, y lo dice expresamente. Lo que no le impide reafirmar la ética en la ética, y reprochar a Hegel no haber constituido una moral. Es verdad que la Ética en el sentido de Levinas es una Ética sin ley, sin concepto, que sólo guarda su pureza no-violenta antes de su determinación en conceptos y leyes. Esto no es una objeción: no olvidemos que Levinas no quiere proponernos leyes o reglas morales, no quiere determinar una moral, sino la esencia de la relación ética en general. Pero en la medida en que esta determinación no se da como teoría de la Ética, se trata de una Ética de la Ética. En ese caso, es, quizás, grave, que no pueda dar lugar a una ética determinada, a leyes determinadas, sin negarse y olvidarse a sí misma. Por otra parte, esta Ética de la Ética ¿está más allá de toda ley? ¿No es una Ley de las leves? Coherencia que rompe la coherencia del discurso sostenido contra la coherencia. Concepto infinito, oculto en la protesta contra el concepto.

Si bien la proximidad con Kierkegaard se nos ha impuesto con frecuencia, a pesar de las advertencias del autor, lo cierto es que sentimos que, en lo esencial, y según su inspiración primera, la protesta de Levinas contra el hegelianismo es extraña a la de Kierkegaard. En cambio, una confrontación del pensamiento de Levinas con el anti-hegelianismo de Feuerbach y sobre todo de Jaspers, con el anti-husserlianismo, además, de este último debería encontrar, nos parece, convergencias y afinidades más profundas, que la meditación de la huella confirmaría de nuevo. Hablamos aquí de convergencias, y no de influencia; primero, porque no es claro para nosotros el sentido filosófico de esa noción; y luego, porque Levinas no hace en ningún lugar, que sepamos, alusión alguna a Feuerbach y a Jaspers.



Pero ¿por qué, al intentar este paso tan difícil más allá del debate -que es también una complicidad- entre el hegelianismo y el anti-hegelianismo, recurre Levinas a categorías que parecía haber rehusado previamente?

No estamos denunciando aquí una incoherencia de lenguaje o una contradicción de sistema. Nos preguntamos acerca del sentido de una necesidad: la de instalarse en la conceptualidad tradicional para destruirla. ¿Por qué se le ha impuesto finalmente a Levinas esta necesidad? ¿Es extrínseca? ¿Afecta sólo a un instrumento, a una «expresión» que podría ponerse entre comillas? ¿O bien oculta, esa necesidad, algún recurso indestructible e imprevisible del logos griego? ¿Una especie de potencia ilimitada de envolvimiento en la que quien quisiera rechazarlo quedaría siempre ya sorprendido?



B. Por la misma época, Levinas había abandonado el concepto de exterioridad. Éste hacía una referencia a la unidad clarificada del espacio que neutralizaba la alteridad radical: relación con lo otro, relación de los Instantes unos con otros, relación con la muerte, etc., que no son relaciones de un Dentro con un Fuera. «La relación con lo otro es una relación con un Misterio. Es su exterioridad, o más bien su alteridad, pues la exterioridad es una propiedad del espacio y hace volver al sujeto a sí mismo a través de la luz, lo que constituye enteramente su ser» (TA). Ahora bien, Totalidad e infinito, subtitulado Ensayo sobre la exterioridad, no sólo usa con abundancia la noción de exterioridad. Levinas pretende además mostrar así que la verdadera exterioridad no es espacial, que hay una exterioridad absoluta, infinita -la de lo Otro- que no es espacial, pues el espacio es el lugar de lo Mismo. Lo que quiere decir que el Lugar es siempre lugar de lo Mismo. ¿Por qué hay que seguir sirviéndose de la palabra «exterioridad» (que, si tiene un sentido, si no es una x algebraica, hace referencia obstinadamente hacia el espacio y la luz) para significar una relación no-espacial? Y si toda «relación» es espacial, ¿por qué hay que designar de nuevo como «relación» (no-espacial) el respeto que absuelve lo Otro? ¿Por qué hay que anular esta noción de exterioridad sin borrarla, sin dejarla ilegible, diciendo que su verdad es su no-verdad, que la verdadera exterioridad no es espacial, es decir, no es exterioridad? Que haya que decir en el lenguaje de la totalidad el exceso de lo infinito sobre la totalidad, que haya que decir lo Otro en el lenguaje de lo Mismo, que haya que pensar la verdadera exterioridad como no-exterioridad, es decir, de nuevo a través de la estructura Dentro-Fuera y la metáfora espacial, que haya que habitar todavía la metáfora en ruina, vestirse con los jirones de la tradición y los harapos del diablo: todo esto significa, quizás, que no hay logos filosóficos que no deba en primer término dejarse expatriar en la estructura Dentro-Fuera. Esta deportación fuera de su lugar hacia el Lugar, hacia la localidad espacial, esta metáfora sería congénita de tal logos. Antes de ser un procedimiento retórico en el lenguaje, la metáfora sería el surgimiento del lenguaje mismo. Y la filosofía no es más que ese lenguaje; no puede otra cosa, en el mejor de los casos, y en un sentido insólito de la expresión, que hablarlo, decir la metáfora misma, y esto consiste en pensarla en el horizonte silencioso de la no-metáfora: el Ser. Espacio como herida y finitud de nacimiento (del nacimiento), sin el que ni siquiera podría inaugurarse el lenguaje, ni tendría que hablarse de exterioridad, verdadera o falsa. Se puede, pues, al usarlo, usar las palabras de la tradición, frotarlas como una vieja moneda gastada y devaluada, se puede decir que la verdadera exterioridad es la no-exterioridad sin ser la interioridad, se puede escribir con tachaduras y tachaduras de tachaduras: la tachadura escribe, sigue dibujando en el espacio. No se borra la sintaxis del Lugar, cuya inscripción arcaica no es legible sobre el metal del lenguaje: es ese metal mismo, su dureza demasiado sombría, y su brillo demasiado luminoso. Lenguaje, hijo de la tierra y el sol: escritura. Para separarlo de la exterioridad y de la interioridad, para separarlo de la separación, sería un vano intento olvidar las palabras «dentro», «fuera», «exterior», «interior», etc., ponerlas fuera de juego por decreto: no se reencontraría un lenguaje sin ruptura de espacio, lenguaje aéreo o acuático en el que la alteridad, por otra parte, con todavía mayor seguridad, quedaría perdida. Pues las significaciones que irradian a partir del Dentro-Fuera, de la Luz-Noche, etc., no solamente habitan las palabras proscritas: están alojadas, en persona o por poderes, en el corazón de la conceptualidad misma. Esto obedece a que aquéllas no significan una inmersión en el espacio. La estructura Dentro-Fuera o Día-Noche no tiene ningún sentido en un espacio puro abandonado a sí mismo y desorientado. Aquélla surge a partir de un origen comprendido, de un oriente inscrito, que no están ni en ni fuera del espacio. Este texto de la mirada es también el de la palabra. Se le puede llamar, pues, Rostro. Pero entonces no cabe ya esperar separar el lenguaje y el espacio, hacer el vacío del espacio en el lenguaje o sustraer la palabra a la luz, hablar mientras que una Mano oculta la Gloria. Por más que se exile tal o cual palabra («dentro», «fuera», «exterior», «interior», etc.), por más que se quemen o se encierren las letras de luz, el lenguaje, todo el lenguaje se ha despertado ya como caída en la luz. Es decir, si se prefiere, que se levanta con el sol. Incluso si «no se nombra el sol, [...] su potencia está entre nosotros» (Saint-John Perse). Decir que la exterioridad infinita de lo Otro no es espacial, es no-exterioridad y no-interioridad, no poderla designar de otra manera que por vía negativa, ¿no es eso reconocer que lo infinito (también él designado en su positividad actual por vía negativa: in-finito) no se dice? ¿No viene a ser esto reconocer que la estructura «dentro-fuera», que es el lenguaje mismo, marca la finitud originaria de la palabra y de lo que sobreviene a la palabra? Ninguna lengua filosófica podrá jamás reducir esta naturalidad de la praxis espacial en el lenguaje; y habría que meditar la unidad de lo que Leibniz distinguía bajo los nombres de «lenguaje civil» y «lenguaje científico» o filosófico. Habría que meditar aquí con más paciencia esta complicidad irreductible, a pesar de todos los esfuerzos retóricos del filósofo, entre el lenguaje de la vida cotidiana y el lenguaje filosófico; mejor, entre ciertas lenguas históricas y el lenguaje filosófico. Una cierta naturalidad que no se puede desarraigar, una cierta ingenuidad originaria del lenguaje filosófico podría llegar a verificarse a propósito de cada concepto especulativo (salvo, sin duda, a propósito de esos no-conceptos que son el nombre de Dios y el verbo Ser). El lenguaje filosófico pertenece a un sistema de lengua(s). Lo que viene a ser así importado en la especulación a través de esa ascendencia no-especulativa es siempre una cierta equivocidad. En la medida en que ésta es originaria e irreductible, es necesario quizás que la filosofía asuma esta equivocidad, la piense y se piense en ella, que acoja la duplicidad y la diferencia en la especulación, en la pureza misma del sentido filosófico. Nadie lo ha intentado más profundamente, nos parece, que Hegel. Habría que rehacer para cada concepto, sin usar ingenuamente la categoría de la suerte, la predestinación feliz o el reencuentro fortuito, lo que Hegel hace para la noción alemana de la Aufhebung, cuya equivocidad y presencia en la lengua alemana juzga regocijantes: «Aufheben tiene en la lengua alemana un doble sentido; el de conservar, guardar, y el de hacer cesar, poner término. Conservar tiene por otro lado una significación negativa... Lexicológicamente, estas dos determinaciones del Aufheben pueden considerarse como dos significaciones de la palabra. Pero es algo sorprendente que una lengua haya llegado hasta el punto de utilizar una sola y misma palabra para dos determinaciones contrapuestas. Para el pensamiento especulativo es regocijante encontrar [la cursiva es nuestra] en la lengua palabras que tienen en sí mismas un sentido especulativo, y la lengua alemana posee muchas de tales palabras» (Ciencia de la lógica, I, 93 y 94). En las Lecciones sobre la filosofía de la historia, Hegel nota, así, que, «en nuestra lengua», la unión de dos significaciones (historia rerum gestarum y res gestae) en la palabra Geschichte no es una «simple contingencia exterior».

Así pues, si no puedo designar la alteridad irreductible (infinita) del otro más que a través de la negación de la exterioridad espacial (finita), es quizás que su sentido es finito, no es positivamente infinito. Lo infinitamente otro, la infinitud de lo Otro no es lo Otro como infinitud positiva, Dios o semejanza con Dios. Lo infinitamente otro no sería lo que es, otro, si fuera infinitud positiva y si no guardase en él la negatividad de lo in-definido, del ápeiron. ¿No significa «infinitamente otro» en primer lugar aquello cuyo final no puedo alcanzar, a pesar de un trabajo y una experiencia interminables? ¿Se puede respetar al Otro como Otro, y expulsar fuera de la trascendencia, como quisiera Levinas, la negatividad, el trabajo? Lo infinitamente positivo (Dios), si estas palabras tienen un sentido, no puede ser infinitamente Otro. Si se piensa, como Levinas, que lo Infinito positivo tolera o incluso exige la alteridad infinita, hay que renunciar, entonces, a todo lenguaje, y en primer lugar a la palabra infinito y a la palabra otro. Lo infinito no se entiende como Otro más que bajo la forma de lo in-finito. Desde el momento en que se quiera pensar lo Infinito como plenitud positiva (polo de la trascendencia no-negativa de Levinas), lo Otro se hace impensable, imposible, indecible. Es quizás hacia ese impensable-imposible-indecible hacia lo que nos llama Levinas más allá del Ser y del Logos (de la tradición). Pero esta llamada no debe poder ni pensarse ni decirse. En todo caso, el que la plenitud positiva del infinito clásico no pueda traducirse en el lenguaje más que traicionándose mediante una palabra negativa (in-finito) sitúa quizás el punto en que con mayor profundidad el pensamiento rompe con el lenguaje. Ruptura que, en adelante, resonará a través de todo el lenguaje. Por eso los pensamientos modernos que no quieren distinguir ni jerarquizar el pensamiento y el lenguaje son esencialmente, por cierto, pensamientos de la finitud originaria. Pero entonces deberían abandonar la palabra «finitud», prisionera para siempre del esquema clásico. ¿Es eso posible? Y ¿qué significa abandonar una noción clásica?

Lo otro no puede ser lo que es, infinitamente otro, más que en la finitud y la mortalidad (la mía y la suya). Desde que accede al lenguaje, sin duda, y sólo entonces, y sólo si la palabra otro tiene un sentido, pero ¿no nos ha enseñado Levinas que no se piensa antes del lenguaje? Por eso nuestras cuestiones inquietarían ciertamente menos a un infinitismo clásico, de tipo cartesiano, por ejemplo, que disociaba el pensamiento y el lenguaje, para el que éste no iría nunca tan deprisa y tan lejos como aquél. No sólo le inquietarían menos estas cuestiones, éstas podrían ser las suyas. De otro modo: querer neutralizar el espacio en la descripción de lo Otro, para liberar así la infinitud positiva, ¿no es neutralizar la finitud esencial de un rostro (mirada-palabra) que es cuerpo y no, en ello insiste Levinas bastante, metáfora corporal de un pensamiento etéreo? Cuerpo, es decir, también exterioridad, localidad en el sentido plenamente espacial, literalmente espacial de esta palabra; punto cero, origen del espacio, ciertamente, pero origen que no tiene ningún sentido antes del de, que no puede ser separado de la genitividad y del espacio que engendra y orienta: origen inscrito. La inscripción es el origen inscrito: trazado, y desde entonces inscrito en un sistema, en una figura que no domina ya. Sin lo que no habría ya cuerpo propio. Si el rostro del Otro no fuera también, irreductiblemente, exterioridad espacial, habría que seguir distinguiendo el alma y el cuerpo, el pensamiento y la palabra; o, en todo caso, entre un verdadero rostro, no espacial, y su máscara o su metáfora, su figura espacial. Se vendría abajo así toda la Metafísica del Rostro. Una vez más, esta cuestión puede proceder tanto de un infinitismo clásico (dualismo del pensamiento y del lenguaje, pero también del pensamiento y del cuerpo) como del pensamiento más moderno de la finitud. Esta extraña alianza dentro de la cuestión significa quizás que, en la filosofía y en el lenguaje, en el discurso filosófico (suponiendo que haya otros), no se podría salvar a la vez el tema de la infinitud positiva y el tema del rostro (unidad no metafórica del cuerpo, de la mirada, de la palabra y del pensamiento). No nos parece que pueda pensarse esta última unidad más que en el horizonte de la alteridad infinita (indefinida) como horizonte irreductiblemente común de la Muerte y del Otro. Horizonte de la finitud o finitud del horizonte.

Pero esto sucede, lo repetimos, en el discurso filosófico, en el que el pensamiento de la Muerte misma (sin metáfora) y el pensamiento de lo Infinito positivo no han podido entenderse jamás. Si el rostro es cuerpo, es mortal. La alteridad infinita como muerte no puede conciliarse con la alteridad infinita como positividad y presencia (Dios). La trascendencia metafísica no puede ser a la vez trascendencia hacia lo Otro como Muerte y hacia lo Otro como Dios. A menos que Dios quiera decir Muerte, lo cual, después de todo, no ha sido nunca excluido sino por el conjunto de la filosofía clásica, en cuyo interior lo entendemos como Vida y Verdad de lo Infinito, de la Presencia positiva. Pero ¿qué significa esta exclusión sino la exclusión de toda determinación particular? ¿Y que Dios no es nada (determinado), no es ninguna vida porque es todo?; que es, pues, a la vez el Todo y la Nada, la Vida y la Muerte. Lo que significa que Dios es o aparece, es nombrado en la diferencia entre el Todo y la Nada, la Vida y la Muerte, etc. En la diferencia y en el fondo como la Diferencia misma. Esta diferencia es lo que se llama la Historia. Dios está inscrito en ella.

Se dirá que es contra ese discurso filosófico contra lo que se levanta precisamente Levinas. Pero en ese combate, está ya privado de la mejor arma: el menosprecio del discurso. En efecto, ante las clásicas dificultades de lenguaje que evocamos, Levinas no puede disponer de los recursos clásicos. Al enfrentarse con problemas que habían sido ya tanto los de la teología negativa como los del bergsonismo, no se arroga el derecho de hablar como ellos en un lenguaje resignado a su propia decadencia. La teología negativa se pronunciaba en una palabra que se sabía caída, finita, inferior al logos como entendimiento de Dios. Sobre todo no era posible un Discurso con Dios en el cara a cara y el aliento con aliento de dos palabras, libres, a pesar de la humildad y la altura, romper o emprender el intercambio. De manera análoga, Bergson tenía derecho a anunciar la intuición de la duración y a denunciar la espacialización intelectual en un lenguaje entregado al espacio. No se trataba de salvar sino de destruir el discurso en la «metafísica», «ciencia que pretende prescindir de los símbolos» (Bergson). La multiplicación de las metáforas antagonistas se empleaba metódicamente en esta autodestrucción del lenguaje e invitaba a la intuición metafísica silenciosa. Al haberse definido el lenguaje como residuo histórico, no había ninguna incoherencia en utilizarlo, mal que bien, para denunciar su propia traición, y abandonarlo luego a su insuficiencia, desecho retórico, palabra perdida para la metafísica. Como la teología negativa, una filosofía de la comunión intuitiva se arrogaba (con razón o sin ella, eso es otro problema) el derecho de atravesar el discurso filosófico como un elemento extraño. Pero ¿qué sucede cuando va no se dispone de ese derecho, cuando la posibilidad de la metafísica es posibilidad de la palabra? ¿Cuando la responsabilidad metafísica es responsabilidad del lenguaje porque «el pensamiento consiste en hablar» (TI) y la metafísica es un lenguaje con Dios? ¿Cómo pensar lo Otro si esto no se dice más que como exterioridad y a través de la exterioridad, es decir, la no-alteridad? ¿Y si la palabra que debe instaurar y mantener la separación absoluta está por esencia enraizada en el espacio que ignora la separación y la alteridad absolutas? Si, como dice Levinas, sólo el discurso puede ser justo (y no el contacto intuitivo) y si, por otra parte, todo discurso retiene esencialmente el espacio y lo Mismo en él, ¿no significa eso que el discurso es originalmente violento? ¿Y que la guerra habita el logos filosófico, únicamente dentro del cual, sin embargo, puede declararse la paz? La distinción entre discurso y violencia[xxx] sería siempre un horizonte inaccesible. La no-violencia sería el telos y no la esencia del discurso. Se dirá quizás que algo así como el discurso tiene su esencia en su telos y la presencia de su presente en su porvenir. Cierto, pero con la condición de que su porvenir y su telos sean no-discurso: la paz como un cierto silencio, un cierto más allá de la palabra, una cierta posibilidad, un cierto horizonte silencioso de la palabra. Y el telos ha tenido siempre la forma de la presencia, aunque fuese de una presencia futura. Sólo hay guerra después de la abertura del discurso, y la guerra sólo se extingue con el final del discurso. La paz, como el silencio, es la vocación extraña de un lenguaje llamado fuera de sí por sí. Pero como el silencio finito es también el elemento de la violencia, el lenguaje no puede jamás sino tender indefinidamente hacia la justicia reconociendo y practicando la guerra en sí mismo. Violencia contra la violencia. Economía de violencia. Economía que no puede reducirse a lo que Levinas apunta bajo esta palabra. Si la luz es el elemento de la violencia, hay que batirse contra la luz con otra cierta luz para evitar la peor violencia, la del silencio y la de la noche que precede o reprime el discurso. Esta vigilancia es una violencia escogida como la violencia menor por una filosofía que se toma en serio la historia, es decir, la finitud; filosofía que se sabe histórica de parte a parte (en un sentido que no tolera ni la totalidad finita, ni la infinitud positiva) y que se sabe, como lo dice, en otro sentido, Levinas, economía. Pero, una vez más, una economía que para ser historia no puede estar en su terreno ni en la totalidad finita, que Levinas llama lo Mismo, ni en la presencia positiva de lo Infinito. La palabra es sin duda la primera derrota de la violencia, pero, paradójicamente, ésta no existía antes de la posibilidad de la palabra. El filósofo (el hombre) debe hablar y escribir en esta guerra de la luz en la que se sabe ya desde siempre involucrado, y de la que sabe que no podría escapar más que renegando del discurso, es decir, arriesgando la peor violencia. Por eso este reconocimiento de la guerra en el discurso, reconocimiento que no es todavía la paz, significa lo contrario de un belicismo; del que es bien sabido -¿y quién lo ha mostrado mejor que Hegel?- que su mejor cómplice dentro de la historia es el irenismo. Dentro de la historia, de la que el filósofo no puede escapar porque no es la historia en el sentido que le da Levinas (totalidad), sino la historia de las salidas fuera de la totalidad, historia como el movimiento mismo de la trascendencia, del exceso sobre la totalidad sin el que ninguna totalidad podría aparecer. La historia no es la totalidad trascendida por la escatología, la metafísica o la palabra. Es la trascendencia misma. Si la palabra es un movimiento de trascendencia metafísica, ella es la historia, y no el más allá de la historia. Es difícil pensar el origen de la historia en una totalidad perfectamente finita (lo Mismo), tanto como, por otra parte, en un infinito perfectamente positivo. Si, en este sentido, el movimiento de trascendencia metafísica es historia, es, todavía, violento, pues, ésta es la evidencia legítima en la que se inspira siempre Levinas, la historia es violencia. La metafísica es economía: violencia contra violencia, luz contra luz: la filosofía (en general). De la que se puede decir, trasponiendo la intención de Claudel, que en ella todo «está pintado en la luz como con luz condensada, como el aire que deviene escarcha». Este devenir es la guerra. Esta polémica es el lenguaje mismo. Su inscripción.



De la violencia trascendental

Además, al no poder escapar a la ascendencia de la luz, la metafísica supone siempre una fenomenología, en su crítica misma de la fenomenología, y sobre todo si quiere ser, como la de Levinas, discurso y enseñanza.

A. Esta fenomenología ¿se limita a suponerla como método, como técnica, en el sentido limitado de estas palabras? Sin duda, en el rechazo de la mayor parte de los resultados literales de la investigación husserliana, Levinas se atiene a la herencia del método: «... La presentación -y el desarrollo de las nociones empleadas se lo deben todo al método fenomenológico» (TI, DL). Pero la presentación y el desarrollo de las nociones ¿no son más que un vestido del pensamiento? ¿Y puede el método tomarse prestado como un instrumento? ¿No sostenía Levinas, treinta años antes, en la huella de Heidegger, que es imposible aislar el método? Éste alberga siempre, y sobre todo en el caso de Husserl, «una vista anticipada del “sentido” del ser que se aborda» (THI). Levinas escribía entonces: «... No podremos, en consecuencia, separar en nuestra exposición, la teoría de la intuición, como método filosófico, de lo que se podría llamar la ontología de Husserl» (THI).

Ahora bien, a lo que remite explícitamente y en última instancia este método fenomenológico es, sería demasiado fácil mostrarlo, a la decisión misma de la filosofía occidental al escogerse, desde Platón, como teoría, como ciencia, es decir, precisamente lo que Levinas querría poner en cuestión mediante los caminos y el método de la fenomenología.



B. Más allá del método, lo que Levinas pretende retener de la «enseñanza esencial de Husserl» (TI) no es sólo la flexibilidad y la exigencia descriptivas, la fidelidad al sentido de la experiencia: es el concepto de intencionalidad. De una intencionalidad ampliada más allá de su dimensión representativa y teorética, más allá de la estructura noético-noemática que Husserl habría reconocido, equivocadamente, como estructura primordial. La represión de lo infinito habría impedido a Husserl acceder a la verdadera profundidad de la intencionalidad como deseo y trascendencia metafísica hacia lo otro más allá del fenómeno o del ser. Esta represión se produciría de dos maneras.

Por una parte, en el valor de adecuación. En tanto visión e intuición teorética, la intencionalidad husserliana sería adecuación. Ésta agotaría e interiorizaría toda distancia y toda alteridad verdaderas. «La visión es, en efecto, esencialmente una adecuación de la exterioridad a la interioridad: la exterioridad se reabsorbe así en el alma que contempla y, como idea adecuada, se revela a priori resultante de la Sinngebung» (TI). Ahora bien, «la intencionalidad, en la que el pensamiento se mantiene como adecuación al objeto, no define [...] la consciencia en su nivel fundamental». Sin duda, a Husserl no se le nombra aquí en el momento preciso en que Levinas habla de la intencionalidad como adecuación, y siempre cabe pensar que mediante la expresión «la intencionalidad, en la que el pensamiento se mantiene como adecuación...» lo que quiere decir es: «Una intencionalidad tal que, etc., una intencionalidad al menos en la que, etc.». Pero el contexto, otros numerosos pasajes, la alusión a la Sinngebung dejan entender claramente que Husserl, en la literalidad de sus textos, no habría sabido reconocer que «todo saber en tanto intencionalidad supone ya la idea de lo infinito, la inadecuación por excelencia» (TI). Así, aun suponiendo que Husserl haya presentido los horizontes infinitos que desbordan la objetividad y la intuición adecuada, los habría interpretado, al pie de la letra, como «pensamientos que enfocan objetos»: «¡Qué importa si en la fenomenología husserliana, tomada al pie de la letra, estos horizontes insospechados se interpretan, a su vez, como pensamientos que enfocan objetos!» (ya citado).

Por otra parte, aun suponiendo que el Cogito husserliano esté abierto a lo infinito, lo estaría, según Levinas, a un infinito-objeto, infinito sin alteridad, falso-infinito: «Si Husserl ve en el cogito una subjetividad sin ningún apoyo fuera de ella, constituye así la idea misma de infinito, y se la da como objeto». El «falso-infinito», sin embargo, expresión hegeliana que Levinas no emplea jamás, nos parece, quizás porque es hegeliana, obsesiona numerosos gestos de denuncia en Totalidad e infinito. Como para Hegel, el «falso-infinito» sería para Levinas lo indefinido, la forma negativa de lo infinito. Pero como Levinas piensa la alteridad verdadera como no-negatividad (trascendencia no-negativa), puede hacer de lo otro el verdadero infinito, y de lo mismo (extrañamente cómplice de la negatividad) el falso-infinito. Lo que habría parecido absolutamente insensato a Hegel (y a toda la metafísica que se expande y se repiensa en él): ¿cómo separar la alteridad de la negatividad, cómo separar la alteridad del «falso-infinito»? ¿Cómo no va a ser el verdadero infinito lo mismo? O a la inversa, ¿cómo no va a ser lo mismo absoluto infinito? Si lo mismo fuera, como lo dice Levinas, totalidad violenta, eso significaría que es totalidad finita, en consecuencia, abstracta, en consecuencia, de nuevo otra que lo otro (que otra totalidad), etc. Lo mismo como totalidad finita no sería lo mismo, sino todavía lo otro. Levinas hablaría de lo otro bajo el nombre de lo mismo, y de lo mismo bajo el nombre de lo otro, etc. Si la totalidad finita fuera lo mismo, no podría pensarse ni exponerse como tal a sí misma sin volverse otra que sí (esto es la guerra). Si no lo hiciese, no podría entrar en guerra con los otros (con las otras totalidades finitas), ni ser violenta. Desde ese momento, al no ser violenta, no sería lo mismo en el sentido de Levinas (totalidad finita). Al entrar en guerra -y hay guerra- aquélla se piensa, por cierto, como lo otro de lo otro, es decir, que accede a lo otro como otro (sí). Pero, todavía una vez más, ya no es entonces totalidad en el sentido de Levinas. En este lenguaje, que es el único lenguaje de la filosofía occidental, ¿es posible no repetir el hegelianismo, que no es más que ese lenguaje mismo tomando posesión absolutamente de sí?

En estas condiciones, la única posición eficaz para no dejarse envolver por Hegel podría parecer, por el momento, la siguiente: sostener como irreductible el falso-infinito (es decir, en un sentido profundo, la finitud originaria). Es quizás lo que en el fondo hace Husserl al mostrar la irreductibilidad del inacabamiento intencional, en consecuencia, de la alteridad, y que en la medida en que la consciencia-de es irreductible, no podría jamás, por esencia, volverse consciencia-sí mismo, ni concentrarse absolutamente junto a sí en la parousía de un saber absoluto. Pero ¿puede esto decirse, se puede pensar el «falso-infinito» como tal (en una palabra, el tiempo), fijarse en él como en la verdad de la experiencia, sin haber dejado ya (¡un ya que permite pensar el tiempo!) anunciarse, presentarse, pensarse y decirse el verdadero infinito, que hay que reconocer, entonces, como tal? Lo que se llama filosofía, que no constituye quizás la totalidad del pensamiento, no puede pensar lo falso, ni siquiera escoger lo falso, sin rendir homenaje a la anterioridad y superioridad de lo verdadero (la relación misma entre lo otro y lo mismo). Esta última cuestión, que bien podría ser la de Levinas a Husserl, demostraría que desde que habla contra Hegel, Levinas no puede sino confirmar a Hegel, lo ha confirmado ya.

Pero ¿hay un tema más rigurosamente y sobre todo más literalmente husserliano que el de la inadecuación? ¿Y que el del desbordamiento infinito de los horizontes? ¿Quién más que Husserl se ha aplicado obstinadamente en mostrar que la visión era originalmente y esencialmente inadecuación de la interioridad y la exterioridad? ¿Que la percepción de la cosa trascendente y extensa era por esencia y para siempre inacabada? ¿Que la percepción inmanente se producía en el horizonte infinito del flujo de las vivencias (cf. por ejemplo, Ideas I, par. 83 y passim)? Y sobre todo, ¿quién mejor que Levinas nos ha hecho comprender en primer lugar estos temas husserlianos? No se trata, pues, de recordar que existen, sino de preguntarse si finalmente Husserl ha resumido la inadecuación y reducido a la condición de objetos disponibles los horizontes infinitos de la experiencia. Dicho sea esto en razón de la interpretación segunda por la que le acusa Levinas.



Nos cuesta trabajo creerlo. En las dos direcciones intencionales de las que acabamos de hablar, la Idea en el sentido kantiano designa el desbordamiento infinito de un horizonte, por razón de una necesidad de esencia absoluta, absolutamente principal e irreductible, no podrá jamás convertirse él mismo en objeto, o dejarse colmar, igualar por una intuición de objeto. Ni siquiera la de un Dios. El horizonte no puede ser él mismo objeto, pues es el recurso inobjetivable de todo objeto en general. La imposibilidad de la adecuación es tan radical que ni la originariedad ni la apodicticidad de las evidencias son necesariamente adecuaciones (cf. por ejemplo, Ideas I, par. 3, Meditaciones cartesianas, par. 9, y passim). (Esto no implica, claro está, que Husserl ignore ciertas posibilidades de evidencias adecuadas -particulares y fundadas-.) La importancia del concepto de horizonte es precisamente la de no poder ser objeto de ninguna constitución, y la de abrir al infinito el trabajo de la objetivación. El cogito husserliano, nos parece, no constituye la idea de infinito. En la fenomenología no hay jamás constitución de horizontes, sino horizontes de constitución. Que la infinitud del horizonte husserliano tenga la forma de la abertura in-definida, que se ofrezca, sin término posible, a la negatividad de la constitución (del trabajo de objetivación), ¿no es eso lo que lo resguarda más seguramente frente a toda totalización, frente a la ilusión de la presencia inmediata de un infinito de plenitud, donde lo otro, de repente, se hace inencontrable? Si la consciencia de la inadecuación infinita con lo infinito (¡e incluso con lo finito!) es lo propio de un pensamiento preocupado por respetar la exterioridad, se ve mal, al menos en este punto, cómo puede separarse Levinas de Husserl. ¿No es la intencionalidad el respeto mismo? ¿La irreductibilidad para siempre de lo otro a lo mismo, pero de lo otro que aparece como otro a lo mismo? Pues sin este fenómeno de lo otro como otro no habría respeto posible. El fenómeno del respeto supone el respeto de la fenomenalidad. Y la ética supone la fenomenología.

En este sentido, la fenomenología es el respeto mismo, el desarrollo, el hacerse-lenguaje del respeto mismo. A eso apuntaba Husserl al decir que a la razón no se la puede distinguir en teórica, práctica, etc. (citado más arriba). Esto no significa que el respeto como ética sea derivado de la fenomenología, que suponga a ésta como sus premisas o como un valor anterior o superior. La presuposición de la fenomenología es de un género único. No «manda» sobre nada, en el sentido mundano (real, político, etc.) del mando. Es la neutralización misma de este tipo de mando. Pero no lo neutraliza para sustituirlo por otro. Es profundamente ajena a toda jerarquía. Es decir, que la ética no solamente no se disuelve en la fenomenología, ni se somete a ella; es que encuentra en ella su propio sentido, su libertad y su radicalidad. En cuanto a que los temas de la no-presencia (temporalización y alteridad) son contradictorios con lo que hace de la fenomenología una metafísica de la presencia, que la trabajan sin cesar, eso nos parece por otra parte indiscutible, y en ello insistimos en otro lugar.



C. ¿Puede Levinas separarse más legítimamente de Husserl a propósito del teoreticismo y del primado de la consciencia de objeto? No olvidemos que el «primado» que debe considerarse aquí es el del objeto o de la objetividad en general. Pero la fenomenología no habría aportado nada, si no hubiese renovado infinitamente, ampliado, flexibilizado esta noción de objeto en general. La jurisdicción última de la evidencia está abierta al infinito, a todos los tipos de objetos posibles, es decir, a todo sentido pensable, es decir, presente a una consciencia en general. Ningún tema (por ejemplo, el que en Totalidad e infinito pretende despertar las evidencias éticas a su independencia absoluta, etc.) tendría sentido, ni podría pensarse ni entenderse, si no recurriese a esa capa de la evidencia fenomenológica en general. Basta que el sentido ético sea pensado para que Husserl tenga razón. No solamente las definiciones nominales, sino, antes que éstas, las posibilidades de esencia que orientan los conceptos están ya presupuestas cuando se habla de ética, de trascendencia, de infinito, etc. Estas expresiones deben tener un sentido para una consciencia concreta en general, sin lo cual ningún discurso y ningún pensamiento serían posibles. Ese dominio de evidencias absolutamente «previas» es el de la fenomenología trascendental, en la que se enraíza una fenomenología de la ética. Este enraizamiento no es real, no significa una dependencia real, y sería vano reprocharle a la fenomenología trascendental el ser de hecho impotente para engendrar valores o comportamientos éticos (o, lo que viene a ser lo mismo, el poder más o menos directamente reprimirlos). En tanto que todo sentido determinado, todo sentido pensado, todo nóema (por ejemplo, el sentido de la ética) supone la posibilidad de un nóema en general, conviene comenzar de derecho por la fenomenología trascendental. Comenzar de derecho por la posibilidad en general de un nóema, que, recordemos este punto decisivo, no es un momento real (reell) para Husserl, no tiene ninguna relación real (jerárquica o de otro tipo) con cualquier otra cosa sea cual sea: es que cualquier otra cosa sea cual sea no puede pensarse más que en la noematicidad. Esto significa en particular que, a los ojos de Husserl, la ética no podría de hecho, en la existencia y en la historia, estar subordinada a la neutralización trascendental ni estar de hecho sometida a ésta de ninguna manera. Ni la ética ni, por otra parte, ninguna otra cosa en el mundo. La neutralización trascendental es por principio y según su sentido, extraña a toda facticidad, a toda existencia en general. No es de hecho ni anterior ni posterior a la ética. Ni anterior ni posterior a sea lo que sea.

Se puede hablar, pues, de objetividad ética, de valores o de imperativos éticos como objetos (nóemas) con toda su originalidad ética, sin reducir esta objetividad a ninguna de aquellas que proporcionan por error (pero no es error de Husserl) su modelo a lo que se entiende comúnmente por objetividad (objetividad teorética, política, técnica, natural, etc.). A decir verdad, hay dos sentidos de lo teorético: el sentido corriente, apuntado en particular por la protesta de Levinas; y el sentido más oculto, en el que se contiene el aparecer en general, el aparecer de lo no-teorético (en el primer sentido) en particular. En este segundo sentido la fenomenología es por cierto un teoreticismo, pero lo es en la medida en que todo pensamiento y todo lenguaje, de hecho y de derecho, están ligados al teoreticismo. La fenomenología mide esa medida. Sé por un saber teorético (en general) cuál es el sentido de lo no-teorético (por ejemplo, la ética, lo metafísico en el sentido de Levinas) como tal, y lo respeto como tal, como aquello que es, en su sentido. Sostengo una mirada para reconocer lo que no se mira como una cosa, como una fachada, como un teorema. Sostengo una mirada sobre el rostro mismo.



D. Pero es sabido que el desacuerdo fundamental entre Levinas y Husserl no está ahí. Tampoco recae en la ahistoricidad del sentido, que se le reprochaba a Husserl en otro tiempo, y a propósito de lo cual éste «reservaba sorpresas» (como la escatología de Levinas había de sorprendernos al hablarnos, treinta años más tarde, «más allá de la totalidad o la historia» [TI]). Lo que supone, una vez más, que la totalidad sea finita (cosa que no está de ningún modo inscrita en su concepto), que la historia como tal pueda ser totalidad finita y que no haya historia más allá de la totalidad finita. Habría que mostrar quizás, como lo sugeríamos más arriba, que la historia es imposible, que no tiene sentido en la totalidad finita, y que es imposible y no tiene sentido en la infinitud positiva y actual; y que se sostiene en la diferencia entre la totalidad y lo infinito, que es precisamente lo que Levinas llama trascendencia y escatología. Un sistema no es ni finito ni infinito. Una totalidad estructural, en su propio juego, escapa a esa alternativa. Escapa a la arqueología y a la escatología, y las inscribe en ella misma.

Es a propósito del otro donde el desacuerdo parece definitivo. Lo hemos visto: según Levinas, al hacer del otro, especialmente en las Meditaciones cartesianas, un fenómeno del ego, constituido por apresentación analógica a partir de la esfera de pertenencia propia del ego, Husserl habría dejado perder la alteridad infinita del otro y lo habría reducido a lo mismo. Hacer del otro un alter ego, dice con frecuencia Levinas, es neutralizar su alteridad absoluta.

a) Ahora bien, sería fácil mostrar hasta qué punto, en particular en las Meditaciones cartesianas, Husserl se muestra cuidadoso en respetar en su significación la alteridad del otro. Para él, se trata de describir cómo el otro en tanto que otro, en su alteridad irreductible, se me presenta a mí. Se me presenta a mí, lo veremos más adelante, como no-presencia originaria. Es el otro en tanto que otro lo que es fenómeno del ego: fenómeno de una cierta fenomenalidad irreductible para el ego como ego en general (el eidos ego). Pues es imposible tener un encuentro con el alter ego (incluso en la forma del encuentro[xxxi] que describe Levinas), es imposible respetarlo en la experiencia y en el lenguaje sin que este otro, en su alteridad, aparezca a un ego (en general). No se podría ni hablar, ni tendría sentido alguno cualquiera que fuese, de lo completamente-otro, si no hubiese un fenómeno de lo completamente-otro, una evidencia de lo completamente-otro como tal. Nadie ha sido más sensible que Husserl a que el estilo de esa evidencia y de ese fenómeno es irreductible y singular, a que lo que se muestra ahí es una no-fenomenalización originaria. Incluso si no se quiere ni se puede tematizar al otro, del que no se habla, sino al que se habla, esa imposibilidad y ese imperativo no pueden ser a su vez tematizados ellos mismos (como lo hace Levinas) si no es a partir de un cierto aparecer del otro como otro a un ego. Es de ese sistema, de ese aparecer y de esa imposibilidad de tematizar al otro en persona, de lo que nos habla Husserl. Ese es su problema: «Aquellos (los otros ego) no son, sin embargo, simples representaciones y objetos representados en mí, unidades sintéticas de un proceso de verificación que se desarrolla “en mí”, sino precisamente “otros”... sujetos ante este mismo mundo... sujetos que perciben el mundo... y que tienen por eso experiencia de mí, como yo, por mi parte, tengo experiencia del mundo, y en él, de los “otros”» (MC, trad. Levinas). Es ese aparecer del otro como lo que no puedo ser jamás, es esa no-fenomenalidad originaria lo que viene a ser interrogado como fenómeno intencional del ego.

b) Pues -y nos atenemos aquí al sentido más manifiesto y más masivamente indiscutible de esta quinta de las Meditaciones cartesianas, cuyo curso es tan laberíntico- la afirmación más central de Husserl concierne al carácter irreductiblemente mediato de la intencionalidad que apunta al otro como otro. Es evidente, según una evidencia esencial, absoluta y definitiva, que el otro como otro trascendental (otro origen absoluto y otro punto cero en la orientación del mundo) no puede estarme dado jamás de manera originaria y en persona, sino sólo por apresentación analógica. La necesidad de recurrir a la apresentación analógica, lejos de significar una reducción analógica y asimiladora de lo otro a lo mismo, confirma y respeta la separación, la necesidad insuperable de la mediación (no-objetiva). Si yo no fuese hacia el otro por vía de apresentación analógica, si lo alcanzase inmediata y originariamente, en silencio y por comunión con su propia vivencia, el otro dejaría de ser el otro. En contra de las apariencias, el tema de la trasposición apresentativa traduce el reconocimiento de la separación radical de los orígenes absolutos, la relación de los absolutos absueltos y el respeto no-violento del secreto: lo contrario de la asimilación victoriosa.

Los cuerpos, las cosas trascendentes y naturales, son otras en general para mi consciencia. Están fuera y su trascendencia es el signo de una alteridad ya irreductible. Levinas no lo cree, Husserl sí lo cree y cree que «otro» quiere decir ya algo cuando se trata de cosas. Lo cual es tomarse en serio la realidad del mundo exterior. Otro signo de esta alteridad en general, que las cosas comparten en este caso con el otro, es que algo de ellas se oculta también siempre, y no se indica más que por anticipación, analogía y apresentación. Husserl lo dice en la quinta de las Meditaciones cartesianas: la apresentación analógica es propia, por una parte, de toda percepción. Pero en el caso de lo otro como cosa trascendente, la posibilidad por principio de una presentación originaria y original de la cara oculta está siempre abierta por principio y a priori. Esta posibilidad está absolutamente excluida en el caso del otro. La alteridad de la cosa trascendente, aunque sea irreductible ya, no lo es más que por el inacabamiento indefinido de mis percepciones originarias. No tiene, pues, medida común con la alteridad también irreductible del otro, que añade a la dimensión del inacabamiento (el cuerpo del otro en el espacio, la historia de nuestras relaciones, etc.) una dimensión de no-originariedad más profunda, la imposibilidad radical de dar la vuelta para ver las cosas desde el otro lado. Pero sin la primera alteridad, la de los cuerpos (y el otro es también desde un principio un cuerpo), no podría surgir la segunda. Hay que pensar en su conjunción el sistema de estas dos alteridades, la una inscrita en la otra. La alteridad del otro es, pues, irreductible, por una doble potencia de indefinición. El extraño es infinitamente otro porque por esencia ningún aumento de perspectivas puede ofrecerme la cara subjetiva de su vivencia, por su lado, tal como él la vive. Jamás me será dada esa vivencia en su forma original, como sí lo está todo aquello que es mir eigenes, aquello que me es propio. Esta trascendencia de lo no-propio no es ya la trascendencia del «todo», inaccesible a partir de bosquejos siempre parciales: trascendencia del Infinito, no de la Totalidad.

Levinas y Husserl están aquí muy próximos. Pero al reconocerle a éste infinitamente otro como tal (que aparece como tal) el estatuto de una modificación intencional del ego en general, Husserl se concede el derecho a hablar de lo infinitamente otro como tal, da cuenta del origen y de la legitimidad de su lenguaje. Describe el sistema de la fenomenalidad de la no-fenomenalidad. Levinas habla de hecho de lo infinitamente otro, pero, al rehusarse a reconocer en ello una modificación intencional del ego -lo que sería para él un acto totalitario y violento- se priva del fundamento mismo y de la posibilidad de su propio lenguaje. ¿Qué le autoriza a decir «infinitamente otro» si lo infinitamente otro no aparece como tal en esa zona a la que llama lo mismo y que es el nivel neutro de la descripción trascendental? Retornar, como al único punto de partida posible, al fenómeno intencional en que el otro aparece como otro y se presta al lenguaje, a todo lenguaje posible, es quizás entregarse a la violencia, al menos hacerse cómplice de ella y dar derecho -en el sentido crítico- a la violencia del hecho, pero se trata entonces de una zona irreductible de la facticidad, de una violencia originaria, trascendental, anterior a toda elección ética, supuesta, incluso, por la no-violencia ética. ¿Tiene algún sentido hablar de una violencia pre-ética? La «violencia» trascendental a la que estamos aludiendo, en cuanto que esté ligada a la fenomenalidad misma y a la posibilidad del lenguaje, estaría alojada así en la raíz del sentido y del logos, antes incluso de que éste tenga que determinarse como retórica, psicagogia, demagogia, etc.

c) Levinas escribe: «El otro, en tanto que el otro, no es solamente un alter ego. Él es lo que yo no soy» (EE y TA). La «decencia» y la «vida corriente» nos hacen creer equivocadamente que «al otro se le conoce por medio de la simpatía, como otro yo-mismo, como el alter ego» (TA). Eso es exactamente lo que no hace Husserl. Éste pretende solamente reconocerlo como otro en su forma de ego, en su forma de alteridad que no puede ser la de las cosas en el mundo. Si el otro no fuera reconocido como alter ego trascendental, estaría todo él dentro del mundo, y no sería, como yo, origen del mundo. Rehusarse a ver en él un ego en ese sentido es, en el orden ético, el mismo gesto de toda violencia. Si el otro no fuese reconocido como ego, toda su alteridad se vendría abajo. No se puede, pues, parece, sin maltratar sus más permanentes y abiertas intenciones, suponer que Husserl hace del otro yo-mismo (en el sentido fáctico de la palabra), una modificación real de mi vida. Si el otro fuera un momento real de mi vida egológica, si «la inclusión de otra mónada en la mía» (MC) fuera real, yo la percibiría originaliter. Husserl no deja de subrayar que eso es una imposibilidad absoluta. El otro como alter ego significa el otro como otro, irreductible a mi ego, precisamente porque es ego, porque tiene la forma del ego. La egoidad del otro le permite decir, como a mí, «ego», y por eso es el otro, y no una piedra o un ser sin palabra en mi economía real. Por eso, si se quiere, es rostro, puede hablarme, oírme, y eventualmente mandarme. No sería posible ninguna disimetría sin esta simetría que no forma parte del mundo, y que, al no ser nada real, no impone ningún límite a la alteridad, a la disimetría, por el contrario, la hace posible. Esta disimetría es una economía en un sentido nuevo, que sin duda sería también intolerable para Levinas.

Es, a pesar del absurdo lógico de esta formulación, la simetría trascendental de dos asimetrías empíricas. El otro es para mí un ego, del que sé que se relaciona conmigo como con otro. ¿Dónde están mejor descritos estos movimientos que en la Fenomenología del espíritu? El movimiento de trascendencia hacia el otro, tal como lo evoca Levinas, no tendría sentido si no comportase, como una de sus significaciones esenciales, que yo me sepa, en mi ipseidad, otro para el otro. Sin lo cual, «Yo» (en general: la egoidad), al no poder ser el otro del otro, no sería nunca víctima de violencia. La violencia de la que habla Levinas sería una violencia sin víctima. Pero como, en la disimetría que aquél describe, el autor de la violencia no podría ser jamás el otro mismo, sino siempre el mismo (ego), y como todos los egos son otros para los otros, la violencia sin víctima sería también una violencia sin autor. Y todas estas proposiciones se pueden invertir sin dificultad. Se advertirá enseguida que, si el Parménides del Poema nos permite creer que, por medio de fantasmas históricos interpuestos, se ha prestado varias veces al parricidio, la gran sombra blanca y temible que hablaba al joven Sócrates sigue sonriendo cuando emprendemos grandes discursos sobre los seres separados, la unidad, la diferencia, lo mismo y lo otro. ¡A qué ejercicios se dedicaría Parménides en los márgenes de Totalidad e infinito si intentásemos hacerle entender que ego es igual a mismo y que lo Otro no es lo que es más que como absoluto, infinitamente otro absuelto de su relación con lo Mismo! Por ejemplo: 1. Lo infinitamente otro, diría quizás, no puede ser lo que es más que si es otro, es decir otro que. Otro que debe ser otro que yo. Desde ese momento, ya no está absuelto de la relación a un ego. No es ya, pues, infinitamente, absolutamente otro. Ya no es lo que es. Si estuviera absuelto, no sería más lo Otro, sino lo Mismo. 2. Lo infinitamente otro no puede ser lo que es -infinitamente otro- más que no siendo absolutamente lo mismo. Es decir, en particular, siendo otro que sí (no ego). Al ser otro que sí, no es lo que es. No es, pues, infinitamente otro, etc.

Este ejercicio, creemos, no sería en el fondo verbosidad o virtuosidad dialéctica en el «juego de lo Mismo». Significaría que la expresión «infinitamente otro» o «absolutamente otro» no puede decirse y pensarse a la vez. Que lo Otro no puede ser absolutamente exterior[xxxii] a lo mismo sin dejar de ser otro, y que, por consiguiente, lo mismo no es una totalidad cerrada sobre sí, una identidad que juega consigo, con la mera apariencia de la alteridad, dentro de lo que llama Levinas la economía, el trabajo, la historia. ¿Cómo podría haber un «juego de lo Mismo» si la alteridad misma no estuviera ya dentro de lo Mismo, en un sentido de la inclusión que la expresión dentro de sin duda traiciona? Sin la alteridad dentro de lo mismo, ¿cómo podría producirse el «juego de lo Mismo», en el sentido de la actividad lúdica o en el sentido de la dislocación, dentro de una máquina o una totalidad orgánica que juega o que trabaja? Y podría mostrarse que para Levinas el trabajo, encerrado siempre en la totalidad y la historia, sigue consistiendo fundamentalmente en un juego. Proposición que aceptaremos, con ciertas precauciones, más fácilmente que él.

Reconozcamos, en fin, que somos totalmente sordos ante proposiciones de este tipo: «El ser se produce como múltiple y como escindido en Mismo y en Otro. Esa es su estructura última» (TI). ¿Qué es la escisión del ser entre lo mismo y lo otro, una escisión entre lo mismo y lo otro, y tal que no suponga, al menos, que lo mismo sea lo otro de lo otro, y lo otro lo mismo que sí? No pensamos sólo en el ejercicio de Parménides jugando con el joven Sócrates. El extranjero de El sofista, que parece romper con el eleatismo, como Levinas, en nombre de la alteridad, sabe que la alteridad no se piensa más que como negatividad, no se dice, sobre todo, más que como negatividad -lo que Levinas empieza por rechazar- y que, a diferencia del ser, lo otro es siempre relativo, se dice pros eteron, lo que no le impide ser un eidos (o un género, en un sentido no conceptual), es decir, ser lo mismo que sí (suponiendo ya «mismo que sí», como advierte Heidegger en Identität und Differenz, precisamente a propósito de El sofista, mediación, relación y diferencia: hékaston heauto tautón). Por su parte, Levinas se rehusaría a asimilar el otro al eteron del que se trata aquí. ¿Pero cómo pensar o decir «el otro» sin la referencia -no decimos la reducción- a la alteridad del eteron en general? Desde ese momento esta última noción no tiene ya el sentido restringido que permite oponerla simplemente a la de el otro, como si aquélla estuviese confinada a la región de la objetividad real o lógica. El eteron pertenece aquí a una zona más profunda y más originaria que aquella en la que se despliega esa filosofía de la subjetividad (es decir, de la objetividad) implicada todavía en la noción del otro.

El otro no sería, pues, lo que es (mi prójimo como extraño), si no fuera alter ego. Esa es una evidencia muy anterior a la «decencia» y a los disimulos de la «vida corriente». ¿No trata Levinas la expresión alter ego como si alter fuera ahí el epíteto de un sujeto real (en un nivel pre-eidético)? ¿Como la modificación accidental, epitética, de mi identidad real (empírica)? Pero la sintaxis trascendental de la expresión alter ego no tolera ninguna relación de sustantivo a adjetivo, de absoluto a epíteto, ni en un sentido ni en otro. Ahí está lo que tiene de extraño. Una necesidad que se sostiene en la finitud del sentido: el otro no es absolutamente otro más que en tanto que es un ego, es decir, en cierto modo, lo mismo que yo. A la inversa, lo otro como res es a la vez menos otro (no absolutamente otro) y menos «lo mismo» que yo. A la vez más otro y menos otro, lo que significa de nuevo que lo absoluto de la alteridad es lo mismo. Y esta contradicción (en los términos de una lógica formal que Levinas sigue al menos por una vez, puesto que se niega a llamar al Otro alter ego), esta imposibilidad de traducir en la coherencia racional del lenguaje mi relación con el otro, esta contradicción y esta imposibilidad no son signos de «irracionalidad»: son más bien el signo de que no se respira ya más aquí dentro de la coherencia del Logos, sino que el pensamiento se corta el aliento en la región del origen del lenguaje como diálogo y diferencia. Este origen, como condición concreta de la racionalidad, es cualquier cosa antes que «irracional», pero no podría quedar «comprendida» en el lenguaje. Este origen es una inscripción inscrita.

Además toda reducción del otro a un momento real de mi vida, su reducción al estado de alter ego-empírico es una posibilidad, o más bien una eventualidad empírica, que se llama violencia, y que presupone las relaciones eidéticas necesarias enfocadas por la descripción husserliana. Por el contrario, acceder a la egoidad del alter ego como a su alteridad misma es el gesto más pacífico que hay.

No decimos absolutamente pacífico. Decimos económico. Hay una violencia trascendental y pre-ética, una disimetría (en general), cuya arquía es lo mismo, y que permite ulteriormente la disimetría inversa, la no-violencia ética de la que habla Levinas. En efecto, o bien no hay más que lo mismo, y éste ni siquiera puede aparecer ya, ni ser dicho, ni siquiera ejercer violencia (infinitud o finitud puras); o bien hay lo mismo y lo otro, y entonces lo otro no puede ser lo otro -de lo mismo- más que siendo lo mismo (que sí: ego), y lo mismo no puede ser lo mismo (que sí: ego) más que siendo el otro del otro: alter ego. Que yo sea también esencialmente el otro del otro, que lo sepa, he aquí la evidencia de una extraña simetría, cuya huella no aparece por ninguna parte en las descripciones de Levinas. Sin esta evidencia, yo no podría desear (o) respetar al otro en la disimetría ética. Esta violencia trascendental, que no procede de una resolución o de una libertad éticas, de una manera determinada de abordar o desbordar al otro, instaura originariamente la relación entre dos ipseidades finitas. En efecto, la necesidad de acceder al sentido del otro (en su alteridad irreductible) a partir de su «rostro», es decir, del fenómeno de su no-fenomenalidad, del tema de lo no-tematizable, dicho de otra manera, a partir de una modificación intencional de mi ego (en general) (modificación intencional de la que Levinas tiene que extraer el sentido de su discurso), la necesidad de hablar del otro como otro o al otro como otro a partir de su aparecer-para-mí-como-lo-que-es: el otro (aparecer que simula su simulación esencial, que lo saca a la luz, lo desnuda y oculta lo que en el otro es lo oculto), esa necesidad a la que ningún discurso podría escapar desde su más temprano origen, esa necesidad es la violencia misma, o más bien el origen trascendental de una violencia irreductible, suponiendo, como decíamos más arriba, que tenga algún sentido hablar de violencia pre-ética. Pues este origen trascendental, como violencia irreductible de la relación con el otro, es al mismo tiempo no-violencia, puesto que abre la relación con el otro. Es una economía. Y es ésta la que, por medio de esta abertura, permitirá que ese acceso al otro se determine, en la libertad ética, como violencia o no violencia morales. No se ve cómo la noción de violencia (por ejemplo, como simulación u opresión del otro por lo mismo, noción que Levinas utiliza como cosa obvia, y que significa, sin embargo, ya alteración de lo mismo, del otro en tanto que es lo que es) podría estar determinada con rigor en un nivel puramente éti­co, sin análisis eidético-trascendental previo de las relaciones entre ego y alter ego en general, entre diversos orígenes del mundo en general. Que lo otro no aparezca como tal más que en su relación con lo mismo, esta evidencia los griegos no tuvieron necesidad de reconocerla en la egología trascendental, que la confirmará más tarde, y es la violencia como origen del sentido y del discurso en el reino de la finitud.[xxxiii] La diferencia entre lo mismo y lo otro, que no es una diferencia o una rela­ción entre otras, no tiene ningún sentido en el infinito, salvo si se habla, como Hegel y frente a Levinas, de la inquietud del infinito que se determina y se niega él mismo. La violencia, ciertamente, aparece en el horizonte de una idea del infinito. Pero este horizonte no es el de lo infinitamente otro, sino el de un reino en que la diferencia entre lo mismo y lo otro, la diferencia, no seguiría ya su curso, es decir, de un reino en que la paz no tendría ya sentido. Y en primer lugar porque no habría ya fenomenalidad y sentido en general. Lo infinitamente otro y lo infinitamente mismo, si es que estas palabras tienen un sentido para un ser finito, es lo mismo. Hegel mismo reconocía la negatividad, la inquietud o la guerra en lo infinito absoluto sólo como el movimiento de su propia historia y a la vista de un apaciguamiento final en el que la alteridad estaría absolutamente resumida si no elevada en la parousía.[xxxiv] ¿Cómo interpretar la necesidad de pensar el hecho de lo que existe en primer término a la vista, en este caso, de lo que se llama, en general, el fin de la historia? Lo que viene a ser preguntarse qué significa el pensamiento de lo otro como otro, y si, en este único caso, la luz del «como tal» no es la simulación misma. ¿Único caso? No, hay que invertir los términos: «otro» es el nombre, «otro» es el sentido de esa unidad impensable de la luz y de la noche. Lo que quiere decir «otro» es la fenomenalidad como desaparición. ¿Se trata aquí de una «tercera vía excluida por esas contradictorias» (revelación y simulación, La huella del otro)? Pero aquélla no puede aparecer y decirse sino como tercera. Si se la llama «huella», esta palabra no puede surgir sino como una metáfora, cuya elucidación filosófica apelará sin cesar a las «contradictorias». Sin lo cual no aparecería su originalidad -lo que la distingue del Signo (palabra escogida convencionalmente por Levinas)-, Ahora bien, hay, que hacerla aparecer. Y el fenómeno supone su contaminación originaria por el signo.

La guerra es, pues, congénita a la fenomenalidad, es el surgimiento mismo de la palabra y del aparecer. Hegel no se abstiene por azar de pronunciar la palabra «hombre» en la Fenomenología del espíritu y describe la guerra (por ejemplo, la dialéctica del Amo y el Esclavo) sin referencia antropológica, en el campo de una ciencia de la consciencia, es decir, de la fenomenalidad misma, en la estructura necesaria de su movimiento: ciencia de la experiencia de la consciencia.

Así pues, el discurso, si es originariamente violento, no puede otra cosa que hacerse violencia, negarse para afirmarse, hacer la guerra a la guerra que lo instituye sin poder jamás, en tanto que discurso, volverse a apropiar de esa negatividad. Sin deber volvérsela a apropiar, pues si lo hiciese, desaparecería el horizonte de la paz en la noche (la peor violencia, en tanto pre-violencia). Esta guerra segunda, en cuanto declarada, es la violencia menor posible, la única forma de reprimir la peor violencia, la del silencio primitivo y pre-lógico de una noche inimaginable que ni siquiera sería lo contrario del día, la de una violencia absoluta que ni siquiera sería lo contrario de la no-violencia: la nada o el sin-sentido puros. Así pues, el discurso se elige violentamente contra la nada o el sin-sentido puros y, en la filosofía, contra el nihilismo. Para que la cosa no fuese así, haría falta que la escatología que anima el discurso de Levinas hubiese cumplido ya su promesa, hasta ya no poder siquiera producirse en el discurso como escatología e idea de la paz «más allá de la historia». Haría falta que se hubiese instaurado el «triunfo mesiánico» «pertrechado contra el desquite del mal». Ese triunfo mesiánico, que es el horizonte del libro de Levinas, pero que «desborda su marco» (TI), sólo podría abolir la violencia poniendo en suspenso la diferencia (conjunción u oposición) entre lo mismo y lo otro, es decir, poniendo en suspenso la idea de la paz. Pero ese horizonte mismo no puede decirse aquí y ahora (en un presente en general), el fin no puede decirse, la escatología no es posible más que a través de la violencia. Esta travesía infinita es lo que se llama la historia. Ignorar la irreductibilidad de esta última violencia es retornar, en el orden del discurso filosófico que no se puede querer rechazar sino bajo el riesgo de la peor violencia, al dogmatismo infinitista de estilo pre-kantiano que no plantea la cuestión de la responsabilidad de su propio discurso filosófico finito. Es verdad que la delegación de esta responsabilidad en Dios no es una abdicación, pues Dios no es un tercero finito: pensada así, la responsabilidad divina ni excluye ni disminuye la integridad de la mía, la del filósofo finito. Ésta la exige y apela a ella, por el contrario, como su telos o su origen. Pero el hecho de la inadecuación de las dos responsabilidades o de esta única responsabilidad con ella misma -la historia o inquietud del infinito- no es todavía un tema para los racionalistas pre-kantianos, habría que decir incluso para los pre-hegelianos.

Así serán las cosas mientras no se despeje la evidencia absolutamente principal que es, según los propios términos de Levinas, «esta imposibilidad para el yo de no ser él (mismo)» incluso cuando sale hacia el otro, y sin la que por otra parte no podría salir de sí; «imposibilidad» de la que Levinas afirma con fuerza que «marca lo trágico congénito del yo, el hecho de que esté clavado a su ser» (EE). El hecho, sobre todo, de que lo sabe. Este saber es el primer discurso y la primera palabra de la escatología; lo que permite la separación, y hablar al otro. No es su saber entre otros, es el saber mismo. «Es ese “ser-siempre-uno-y-sin-embargo-siempre-otro” que es la característica fundamental del saber, etc.» (Schelling). Ninguna filosofía responsable de su lenguaje puede renunciar a la ipseidad en general, y menos que cualquier otra, la filosofía o la escatología de la separación. Entre la tragedia originaria y el triunfo mesiánico, está la filosofía, en que la violencia se vuelve contra sí en el saber, en que la finitud originaria se muestra y en que lo otro es respetado en y por lo mismo. Esta finitud se muestra en el ámbito de una cuestión abierta irreductiblemente como cuestión filosófica en general: ¿por qué la forma esencial, irreductible, absolutamente general e incondicionada de la experiencia como salida hacia lo otro sigue siendo todavía la egoidad? ¿Por qué es imposible, impensable, una experiencia que no sea vivida como la mía (para un ego en general, en el sentido eidético-trascendental de estas palabras)? Este impensable, este imposible, son los límites de la razón en general. Dicho de otra manera: ¿por qué la finitud? si, como lo había dicho Schelling, «la egoidad es el principio general de la finitud». ¿Por qué la Razón?, si es verdad que «la Razón y la Egoidad, en su verdadero carácter de Absoluto, son una sola y la misma cosa... » (Schelling) y que «la razón... es una forma de estructura universal y esencial de la subjetividad trascendental en general» (Husserl). La filosofía, que es el discurso de esta razón como fenomenología, no puede por esencia responder a una cuestión de esa índole, pues ninguna respuesta puede darse sino en un lenguaje, y el lenguaje se abre mediante la cuestión. La filosofía (en general) simplemente puede abrirse a la cuestión, en ella y mediante ella. Puede solamente dejarse cuestionar.

Husserl lo sabía. Y lo llamaba archi-facticidad (Urtatsache), facticidad no-empírica, facticidad trascendental (noción a la que quizás no se ha prestado atención jamás), la esencia irreductiblemente egoica de la experiencia. «Este yo soy es, para mí que lo digo y lo digo comprendiéndolo como hay que hacerlo, el fundamento primitivo intencional para mi mundo (der intentionale Urgrund für meine Welt)...»[xxxv] Mi mundo es la abertura en la que se produce toda experiencia, comprendiendo en ella aquella que, experiencia por excelencia, es trascendencia hacia el otro como tal. Nada puede aparecer fuera del ámbito de pertenencia a «mi mundo» para un «yo soy». «Sea o no conveniente, pueda o no parecerme monstruoso (por los prejuicios que sean), ese es el hecho primitivo al que debo hacer frente [die Urtatsache, der ich standhalten muss], el hecho que en tanto filósofo no puedo perder de vista un solo instante. Para infantes en filosofía éste puede ser el oscuro paraje en que merodean los fantasmas del solipsismo, o aun del psicologismo, del relativismo. El verdadero filósofo preferirá, en lugar de huir ante ellos, iluminar ese oscuro paraje.»[xxxvi] Comprendida en este sentido, la relación intencional de «ego a mi mundo» no puede abrirse a partir de un infinito-otro radicalmente extraño a «mi mundo», no me puede ser «impuesta por un Dios que determine esa relación... puesto que el a priori subjetivo es lo que precede al ser de Dios y de todas y cada una de las cosas que son para mí el sujeto pensante. Aun Dios es para mí lo que es, a partir de mi propia operación de consciencia; ni siquiera este punto puedo pasar por alto por miedo a una pretendida blasfemia: tengo que ver el problema. Aunque tampoco en este caso, como en el del alter ego, quiera decir la operación de consciencia que yo invente y haga esa suprema trascendencia»[xxxvii] Dios no depende realmente más de mí que el alter ego. Pero sólo tiene sentido para un ego en general. Lo cual significa que antes de todo ateísmo o de toda fe, antes de toda teología, antes de todo lenguaje sobre Dios o con Dios, la divinidad de Dios (la alteridad infinita de lo otro infinito, por ejemplo) debe tener un sentido para un ego en general. Anotemos de paso que este «a priori subjetivo» reconocido por la fenomenología trascendental es la única posibilidad de hacer fracasar al totalitarismo de lo neutro, a una «Lógica absoluta» sin nadie, a una escatología sin diálogo, y a todo lo que se clasifica bajo el título convencional, muy convencional, de hegelianismo.

La cuestión sobre la egoidad como archi-facticidad trascendental puede repetirse, más profundamente, en dirección a la archi-facticidad del «presente viviente». Pues la vida egológica (la experiencia en general) tiene como forma irreductible y absolutamente universal el presente viviente. No hay experiencia que pueda vivirse de otra manera que en el presente. Esta imposibilidad absoluta de vivir de otra manera que en el presente, esta imposibilidad eterna define lo impensable como límite de la razón. La noción de un pasado cuyo sentido no podría ser pensado en la forma de un presente (pasado) marca lo imposible-impensable-indecible no sólo para una filosofía en general, sino incluso para un pensamiento del ser que quisiera dar un paso fuera de la filosofía. Sin embargo, esa noción se convierte en un tema dentro de esa meditación de la huella que se anuncia en los últimos escritos de Levinas. En el presente viviente, cuya noción es a la vez la más simple y la más difícil, puede constituirse y aparecer como tal toda alteridad temporal: otro presente pasado, otro presente futuro, otros orígenes absolutos re-vividos en la modificación intencional, en la unidad y la actualidad de mi presente viviente. Sólo la unidad actual de mi presente viviente permite a otros presentes (a otros orígenes absolutos) aparecer como tales en lo que se llama la memoria o la anticipación (por ejemplo, pero en verdad en el movimiento constante de la temporalización). Pero sólo la alteridad de los presentes pasados y futuros permite la identidad absoluta del presente viviente como identidad a sí (mismo) de la no-identidad a sí (mismo). Habría que mostrar,[xxxviii] a partir de las Meditaciones cartesianas, cómo, una vez reducido todo problema de génesis fáctica, la cuestión de la anterioridad en la relación entre la constitución del otro como otro presente y del otro como el otro es una cuestión falsa, que debe remitir a una raíz estructural común. Aunque en las Meditaciones cartesianas Husserl solamente evoca la analogía de los dos movimientos (par. 52), en muchos inéditos parece tenerlos por inseparables.

Si en última instancia se quiere determinar la violencia como la necesidad que tiene el otro de no aparecer como lo que es, de no ser respetado más que en, para y por lo mismo, de ser disimulado por lo mismo en la misma liberación de su fenómeno, en ese caso el tiempo es violencia. Este movimiento de liberación de la alteridad absoluta en lo mismo absoluto es el movimiento de la temporalización en su forma universal más absolutamente incondicionada: el presente viviente. Si el presente viviente, forma absoluta de la abertura del tiempo a lo otro en sí, es la forma absoluta de la vida egológica, y si la egoidad es la forma absoluta de la experiencia, entonces el presente, la presencia del presente y el presente de la presencia son originariamente y para siempre violencia. El presente viviente está sometido originariamente al trabajo de la muerte. La presencia como violencia es el sentido de la finitud, el sentido del sentido como historia.

Pero, ¿por qué? ¿Por qué la finitud? ¿Por qué la historia?[xxxix] ¿Y por qué podemos, a partir de qué podemos preguntarnos por esa violencia como finitud e historia? ¿Por qué el porqué? ¿Y desde dónde se deja éste comprender en su determinación filosófica?

La metafísica de Levinas presupone en un sentido -al menos hemos intentado mostrarlo- la fenomenología trascendental que pretende poner en cuestión. Y sin embargo no nos parece menos radical la legitimidad de esa puesta en cuestión. ¿Cuál es el origen de la cuestión sobre la archi-facticidad trascendental como violencia? ¿A partir de qué se somete a cues­tión la finitud como violencia? ¿A partir de qué la violencia original del discurso se deja dar la orden de volverse contra sí mismo, la orden de ser siempre, en tanto lenguaje, un retroceder contra sí mismo en el reconocimiento del otro como otro? Sin duda, sólo cabe responder a estas cuestiones (por ejemplo, diciendo que la cuestión de la violencia de la finitud no puede plantearse más que a partir de lo otro de la finitud y de la idea del infinito) sobre la base de empezar un nuevo discurso, que de nuevo justificará la fenomenología trascendental. Pero la nuda abertura de la cuestión, su abertura silenciosa escapa a la fenomenología, como el origen y el fin de su logos. Esta abertura silenciosa de la cuestión de la historia como finitud y violencia permite la aparición de la historia como tal; es la apelación (a) (de) una escatología que disimula su propia abertura, la recubre por su ruido desde el momento en que se profiere y se determina. Esta abertura es la de una cuestión que se plantea a la filosofía, como logos, finitud, historia, violencia, al invertir la disimetría trascendental. Interpelación de lo Griego por lo no-Griego desde el fondo de un silencio, de una conmoción ultra-lógica de la palabra, de una cuestión que sólo puede decirse dentro de la lengua de los griegos, olvidándose de ella; que sólo se puede decir, olvidándose de ella, dentro de la lengua de los griegos. Extraño diálogo entre la palabra y el silencio. Extraña comunidad de la cuestión silenciosa, de la que hablábamos más arriba. Es el punto en que, nos parece, más allá de todos los malentendidos sobre la literalidad de la ambición husserliana, la fenomenología y la escatología pueden, interminablemente, entablar diálogo, entablarse en él, apelarse el uno al otro al silencio.



De la violencia ontológica

El silencio es una palabra que no es una palabra, y el aliento un objeto que no es un objeto.

G. BATAILLE



¿No dominará acaso el movimiento de ese diálogo también la explicación con Heidegger? No sería nada extraño. Para persuadirse de lo cual bastaría con advertir esto, y de la manera más esquemática del mundo; para hablar, como acabamos de hacerlo, del presente como forma absoluta de la experiencia, hay que entender ya lo que es el tiempo, lo que es el ens del praes-ens, y lo que es la proximidad del ser de este ens. El presente de la presencia y la presencia del presente suponen el horizonte, la anticipación pre-comprensiva del ser como tiempo. Si el sentido del ser ha sido determinado siempre por la filosofía como presencia, la cuestión del ser, planteada a partir del horizonte trascendental del tiempo (primera etapa, en Sein und Zeit), es el primer estremecimiento de la seguridad filosófica, como así mismo de la presencia asegurada.

Ahora bien, Husserl no ha desplegado jamás la cuestión del ser. Aun si la fenomenología trae consigo esa cuestión cada vez que aborda los temas de la temporalización y de la relación con el alter ego, no es menos cierto por ello que sigue dominada por una metafísica de la presencia. La cuestión del ser no gobierna su discurso.

La fenomenología en general, como paso a la esencialidad, presupone la anticipación del esse de la esencia, de la unidad del esse anterior a su distribución en esencia y existencia. Por otra vía, podría mostrarse sin duda que Husserl presupone silenciosamente una anticipación o una decisión metafísica cuando afirma, por ejemplo, el ser (Sein) como no-realidad (Realität) de lo ideal (Ideal). La idealidad es irreal, pero es -como objeto o ser- pensado. Sin el presupuesto acceso a un sentido del ser que no se agota con la realidad, se vendría abajo toda la teoría husserliana de la idealidad, y con ella toda la fenomenología trascendental. Husserl no podría ya escribir, por ejemplo: Offenbar muss überhaupt jeder Versuch, das Sein des Idealen in ein mögliches Sein von Realem umzudeuten, daran scheitern, dass Möglichkeiten selbst wieder ideale Gegenstände sind. So wenig in der realen Welt Zahlen im allgemeinen, Dreiecke im allgemeinen zu finden sind, so wenig auch Möglichkeiten. «Es notorio que todo intento de transmutar en la interpretación el ser de lo ideal en un ser posible de lo real tiene que fracasar, por el hecho de que las posibilidades mismas son también objetos ideales. En el mundo real no se encuentran números en general, triángulos en general, pero tampoco se encuentran posibilidades.»[xl] El sentido del ser -antes de toda determinación regional- debe ser pensado, en primer lugar, para que pueda distinguirse lo ideal que es, de lo real que éste no es, pero también de lo ficticio que pertenece al dominio de lo posible real. («Naturalmente no es nuestro propósito poner en un mismo plano el ser de lo ideal y el ser pensado de lo ficticio o contra sentido.»[xli] Se podrían citar otros cien textos análogos.) Pero si Husserl puede escribir eso, si, en consecuencia, presupone el acceso a un sentido del ser en general, ¿cómo puede distinguir su idealismo como teoría del conocimiento del idealismo metafísico?[xlii] También éste proponía el ser no-real de lo ideal. Husserl respondería, sin duda, pensando en Platón, que lo ideal estaba en ese caso realizado, sustantificado, hipostasiado, en la medida en que no era comprendido, esencialmente y de parte a parte, como nóema, en la medida en que se lo imaginaba como pudiendo ser sin ser pensado o enfocado de alguna manera. Una situación esta que no se habría modificado totalmente cuando, más tarde, el eidos sólo se volvía originariamente y esencialmente nóema dentro del Entendimiento o Logos de un sujeto infinito: Dios. Pero ¿en qué medida el idealismo trascendental, cuya vía se abría así, escapa al horizonte, al menos, de esa subjetividad infinita? Es algo que no se puede debatir aquí.

Y sin embargo, si en un tiempo Levinas contrapuso Heidegger a Husserl, ahora discute lo que llama la «ontología heideggeriana»: «El primado de la ontología heideggeriana no reposa sobre el truismo: “para conocer el ente es necesario haber comprendido el ser del ente”. Afirmar la prioridad del ser con respecto al ente es ya pronunciarse sobre la esencia de la filosofía, subordinar la relación con alguno que es un ente (relación ética) a una relación con el ser del ente que, impersonal, permite la aprehensión, la dominación del ente (en una relación de saber), subordina la justicia a la libertad» (ya citado). Esta ontología valdría para todo ente, «salvo para el otro».[xliii]

La frase de Levinas es aplastante para la «ontología»: el pensamiento del ser del ente no sólo tendría la pobreza lógica del truismo, encima no escapa a su miseria más que mediante el apresamiento y el asesinato del Otro. Es una perogrullada criminal que pone a la ética bajo la bota de la ontología. ¿Qué pasa, pues, con la «ontología» y el «truismo» («para conocer el ente hay que haber comprendido el ser del ente»)? Levinas dice que «el primado de la ontología no repasa» sobre un «truismo». ¿Es seguro eso? Si el truismo (truism, true, truth) es fidelidad a la verdad, es decir, el ser de lo que es en tanto que es y tal como es, no es seguro que el pensamiento (de Heidegger, si se quiere) haya debido intentar jamás guardarse de él. «Lo que tiene de extraño este pensamiento del ser es su simplicidad», dice Heidegger en el momento de mostrar, por otra parte, que este pensamiento no mantiene ningún designio ni teórico ni práctico. «La operación de este pensamiento no es ni teórica ni práctica; y no consiste tampoco en la unión de estos dos modos de comportamiento.»[xliv] Este gesto de remontarse hasta más acá de la disociación teoría-práctica ¿no es también el de Levinas,[xlv] que deberá definir así la trascendencia metafísica como ética (todavía) no práctica? Nos las habemos con truismos realmente extraños. Es «por la simplicidad de su esencia» por lo que «el pensamiento del ser se hace incognoscible para nosotros».[xlvi]

Si por truismo se entiende, por el contrario, en el orden del juicio, la afirmación analítica y pobre de la tautología, entonces la proposición incriminada es quizás la menos analítica que haya en el mundo; si no debiese haber en el mundo más que un solo pensamiento que escapara a la forma del truismo, ése sería aquella proposición. En primer lugar, a lo que apunta Levinas bajo la palabra «truismo» no es a una proposición judicativa, sino a una verdad anterior al juicio y fundadora de todo juicio posible. El truismo banal es la repetición del sujeto en el predicado. Pero el ser no es un simple predicado del ente, ni es tampoco el sujeto. Se lo tome como esencia o como existencia (como ser-tal o como ser-ahí), se lo tome como cópula o como posición de existencia, o se lo tome, más profundamente y más originalmente, como el foco originario de todas esas posibilidades, el ser del ente no pertenece al dominio de la predicación porque está implicado ya en toda predicación en general y la hace posible. Hace posible todo juicio sintético o analítico. Está más allá del género y de las categorías, es trascendental en el sentido de la escolástica antes de que la escolástica haya hecho del trascendental un ente supremo e infinito, Dios mismo. ¡Singular truismo este por el que se busca lo más profundamente, lo más concretamente pensado de todo pensamiento, la raíz común de la esencia y la existencia, sin la que ningún juicio, ningún lenguaje serían posibles, y que todo concepto tiene que presuponer disimulándolo![xlvii]

Pero si la «ontología» no es un truismo, o al menos un truismo entre otros, si la extraña diferencia entre el ser y el ente tiene un sentido, es el sentido, ¿puede hablarse de «prioridad» del ser respecto al ente? Cuestión importante esta, puesto que es esa pretendida «prioridad» la que sometería, a los ojos de Levinas, la ética a la «ontología».

Sólo puede haber un orden de prioridad entre dos cosas determinadas, dos entes. No siendo nada el ser fuera del ente, tema que Levinas había tan bien comentado en un tiempo, no podrá precederlo de ninguna manera, ni en el tiempo, ni en dignidad, etc. A este respecto nada está más claro en el pensamiento de Heidegger. Desde este momento, ya no se podría hablar legítimamente de «subordinación» del ente al ser, de la relación ética, por ejemplo, a la relación ontológica. Pre-comprender o explicitar la relación implícita con el ser del ente[xlviii] no es someter violentamente el ente (por ejemplo, alguien) al ser. El ser no es más que el ser-de este ente, y no existe fuera de él como una potencia extraña, un elemento impersonal, hostil o neutro. La neutralidad, tan frecuentemente acusada por Levinas, sólo puede ser el carácter de un ente indeterminado, de una potencia óntica anónima, de una generalidad conceptual o de un principio. Pero el ser no es un principio, no es un ente principal, una arquía que permita a Levinas hacer deslizar bajo su nombre el rostro de un tirano sin rostro. El pensamiento del ser (del ente) es radicalmente extraño a la búsqueda de un principio o incluso de una raíz (por más que ciertas imágenes permitan a veces pensarlo), o de un «árbol del conocimiento»: está, como hemos visto, más allá de la teoría, no es la primera palabra de la teoría. Está más allá incluso de toda jerarquía. Si toda «filosofía», toda «metafísica» ha intentado siempre determinar el primer ente, el ente excelente y verdaderamente ente, el pensamiento del ser del ente no es esa metafísica o esa filosofía primera. No es, incluso, ontología (cf. más arriba), si la ontología es otro nombre para la filosofía primera. En tanto que no es filosofía primera, concerniente al archi-ente, a la primera cosa y a la primera causa, que dominan, el pensamiento del ser no concierne a, ni ejerce, ninguna potencia. Pues la potencia es una relación entre entes. «Un pensamiento así no tiene resultado. No produce ningún efecto» (Humanismo). Levinas escribe: «La ontología, como filosofía primera, es una filosofía de la potencia» (TI). Quizás sea verdad. Pero, acabamos de verlo: el pensamiento del ser no es ni una ontología, ni una filosofía primera, ni una filosofía de la potencia. Extraño a toda filosofía primera, no se opone a ninguna especie de filosofía primera. Ni siquiera a la moral, si, como dice Levinas, «la moral no es una rama de la filosofía, sino la filosofía primera» (TI). Extraño a la búsqueda de una arquía óntica en general, de una arquía ética o política en particular, no le es extraño en el sentido en que lo entiende Levinas, que precisamente le acusa de eso, como la violencia a la no-violencia o el mal al bien. De él podría decirse lo que Alain decía de la filosofía: que «no es más una política» (o una ética)... «que una agricultura». Lo que no quiere decir que sea una industria. Radicalmente extraño a la ética, no es una contra-ética, ni una subordinación de la ética a una instancia ya violenta secretamente en el dominio de la ética: lo neutro. Levinas reconstruye siempre, y no sólo en el caso de Heidegger, la ciudad o el tipo de socialidad que cree ver dibujarse en filigrana a través de un discurso que no se ofrece ni como sociológico, ni como político, ni como ético. Es paradójico ver así la ciudad heideggeriana regida por una potencia neutra, por un discurso anónimo, es decir, por el «se» (man), cuya inautenticidad Heidegger ha sido el primero en describir. Y si es verdad, en un sentido difícil, que el Logos, según Heidegger, «no es el Logos de nadie», eso no significa ciertamente que sea el anonimato de la opresión, la impersonalidad del Estado o la neutralidad del «se dice». No es anónimo más que como la posibilidad del nombre y de la responsabilidad. «Pero si un día el hombre ha de alcanzar la vecindad del ser, tiene primero que aprender a existir en lo que no tiene nombre» (Humanismo). ¿No hablaba también la Cábala de la innombrable posibilidad del Nombre?

El pensamiento del ser no puede, pues, tener ningún designio humano, secreto o no. Es, tomado en sí mismo, el único pensamiento sobre el que sin duda no puede cerrarse ninguna antropología, ninguna ética, ningún psicoanálisis ético-antropológico sobre todo.[xlix]

Todo lo contrario. No sólo el pensamiento del ser no es violencia ética, sino que ninguna ética -en el sentido de Levinas- parece poder abrirse sin él. El pensamiento -o al menos la pre-comprensión del ser- condiciona (a su manera, que excluye toda condicionalidad óntica: principios, causas, premisas, etc.) el reconocimiento de la esencia del ente (por ejemplo alguien, existente como otro, como otro sí [mismo], etc.). Aquél condiciona el respeto del otro como lo que es: otro. Sin ese reconocimiento que no es un conocimiento, digamos sin este «dejar-ser» de un ente (el otro) como existiendo fuera de mí en la esencia de lo que es (en primer lugar en su alteridad), no sería posible ninguna ética. «Dejar-ser» es una expresión de Heidegger que no significa, como parece pensar Levinas,[l] dejar-ser como «objeto de comprensión, en primer lugar» y, en el caso del otro, como «interlocutor, a continuación». El «dejar-ser» concierne a todas las formas posibles del ente e incluso a aquellas que, por esencia, no se dejan transformar en «objetos de comprensión» .[li] Si a la esencia del otro pertenece el ser, en primer lugar e irreductiblemente, «interlocutor» e «interpelado» (ibíd.), el «dejar-ser» le dejará ser lo que es, le respetará como interlocutor-interpelado. El «dejar-ser» no concierne solamente o de forma privilegiada a las cosas impersonales. Dejar ser al otro en su existencia y en su esencia de otro significa que accede al pensamiento o (y) que el pensamiento accede a lo que es esencia y lo que es existencia; y a lo que es el ser que presuponen las dos. Sin lo cual, ningún dejar-ser sería posible, y en primer lugar el del respeto y del mandamiento ético destinado a la libertad. La violencia reinaría hasta un punto tal que ni siquiera podría ya mostrarse y nombrarse.

No hay, pues, ninguna «dominación» posible de la «relación con el ente» por la «relación con el ser del ente». Heidegger criticaría no solamente la noción de relación con el ser como Levinas critica la de relación con el otro, sino también la de dominación: el ser no es la altura, no es el señor del ente, pues la altura es una determinación del ente. Hay pocos temas que hayan requerido tanto la insistencia de Heidegger: el ser no es un ente excelente.

Que el ser no esté por encima del ente no implica que esté a su lado. Entonces sería otro ente. Difícilmente, pues, puede hablarse de «la significación ontológica del ente en la economía general del ser -que Heidegger pone simplemente al lado del ser mediante una distinción... » (EE). Es verdad que Levinas reconoce en otro lugar que «si bien hay distinción, no hay separación» (TA), lo que es ya reconocer que cualquier relación de dominación óntica es imposible entre el ser y el ente. En realidad, ni siquiera hay distinción, en el sentido habitual de esta palabra, entre el ser y el ente. Por razones esenciales, y en primer lugar porque el ser no es nada fuera del ente y porque la abertura viene a ser la diferencia óntico-ontológica, es imposible evitar la metáfora óntica para articular el ser en el lenguaje, para dejarlo circular en él. Por eso dice Heidegger del lenguaje que es «lichtend-verbergende Ankunft des Seins selbst» (Humanismo...). El lenguaje ilumina y oculta a la vez y al mismo tiempo el ser mismo. No obstante el ser mismo es lo único que resiste absolutamente a toda metáfora. Toda filología que pretenda reducir el sentido del ser al origen metafórico de la palabra «ser», cualquiera que sea el valor histórico (científico) de sus hipótesis, deja perder la historia del sentido del ser. Esta historia es la de una liberación del ser respecto del ente determinado, de tal forma que pueda llegarse a pensar como un ente entre otros al ente epónimo del ser, por ejemplo la respiración. Y en efecto, a la respiración se refieren, como origen etimológico de la palabra ser, por ejemplo, Renan o Nietzsche, cuando pretenden reducir el sentido de lo que creen que es un concepto, la generalidad indeterminada del ser, a su modesto origen metafórico. (Renan: Del origen del lenguaje. Nietzsche: El nacimiento de la filosofía.)[lii]Se explica así el conjunto de la historia empírica, salvo precisamente lo esencial, a saber, el pensamiento de que, por ejemplo, la respiración y la no-respiración son. Y son de manera determinada, entre otras determinaciones ónticas. El empirismo metafórico, raíz oculta de todo empirismo, explica todo salvo que la metáfora, en un momento dado, haya sido pensada como metáfora, es decir, haya sido desgarrada como velo del ser. Este es el momento de la abertura del pensamiento del ser mismo, el movimiento mismo de la metaforicidad. Pues esa penetración se produce de nuevo y siempre bajo otra metáfora. Como dice en algún lugar Hegel, el empirismo olvida siempre al menos esto: que se sirve de la palabra ser. El empirismo es el pensamiento mediante metáfora que no piensa la metáfora como tal.

A propósito de «ser» y de «respiración», nos permitimos una comparación, cuyo valor no es sólo de curiosidad histórica. En una carta a X... de marzo de 1638, Descartes explica que la proposición «“respiro, luego existo” no concluye nada, si no se ha probado previamente que se existe o si no se sobreentiende: pienso que respiro (incluso si me equivoco en eso), luego existo; y en ese sentido, respiro, luego existo no viene a decir otra cosa sino pienso luego existo». Lo que significa, para lo que nos importa aquí, que la significación de la respiración no es nunca más que una determinación dependiente y particular de mi pensamiento y de mi existencia, y a fortiori del pensamiento y del ser en general. Aun suponiendo que la palabra «ser» derive de una palabra que signifique «respiración» (o cualquier otra cosa determinada), ninguna etimología, ninguna filología -en tanto tales y como ciencias determinadas- podrán dar cuenta del pensamiento por el que la «respiración» (o cualquier otra cosa) se vuelve determinación del ser entre otras. Aquí, por ejemplo, ninguna filología podrá dar cuenta del gesto de pensamiento de Descartes. Hay que pasar por otras vías -o por otra lectura de Nietzsche- para trazar la genealogía inaudita del sentido del ser.

Es esta una primera razón para que la «relación con un ente», con alguien (relación ética), no pueda ser «dominada» por «una relación con el ser del ente (relación de saber)».



Segunda razón: la «relación con el ser del ente», que no tiene nada de relación, sobre todo no es una «relación de saber».[liii] No es una teoría, lo hemos visto va, y no nos enseña nada acerca de lo que es. Es porque no es ciencia por lo que Heidegger le niega a veces hasta el nombre de ontología, tras haberla distinguido de la metafísica e incluso de la ontología fundamental. Al no ser un saber, el pensamiento del ser no se confunde con el concepto del ser puro como generalidad indeterminada. Levinas nos lo había hecho comprender en otro tiempo: «Precisamente porque el ser no es un ente, no hay que aprehenderlo per genus et differentiam specificam» (EDE). Pero toda violencia es, según Levinas, violencia del concepto; y ¿Es fundamental la ontología?, Totalidad e infinito después, interpretan el pensamiento del ser como concepto del ser. Oponiéndose a Heidegger, Levinas escribe, entre muchos otros pasajes semejantes: «En nuestra relación con el otro, éste no nos afecta a partir de un concepto...» (La ontología...). Según él, es el concepto absolutamente indeterminado del ser lo que finalmente ofrece al otro a nuestra comprensión, es decir, a nuestro poder y a nuestra violencia. Pero Heidegger insiste lo bastante en esto: el ser, de cuya cuestión se trata, no es el concepto al que el ente (por ejemplo alguien) estaría sometido (subsumido). El ser no es el concepto de ese predicado lo bastante indeterminado, lo bastante abstracto, en su extrema universalidad, como para cubrir la totalidad de los entes:



1. porque no es un predicado, y autoriza toda predicación;

2. porque es más «viejo» que la presencia concreta del ens;

3. porque la pertenencia al ser no anula ninguna diferencia predicativa, sino que, por el contrario, deja surgir toda diferencia posible.[liv] El ser es, pues, trans-categorial, y Heidegger diría de él lo que Levinas dice de lo otro: que es «refractario a la categoría» (TI). «La cuestión del ser, como cuestión de la posibilidad del concepto de ser, surge de la comprensión pre-conceptual del ser»,[lv] escribe Heidegger esbozando a propósito del concepto hegeliano del ser puro como nada, un diálogo y una repetición, que seguirán profundizándose, y que, según el estilo habitual del diálogo de Heidegger con los pensadores de la tradición, harán aumentar y hablar la palabra de Hegel, la palabra de toda metafísica (incluido Hegel, o más bien, incluyéndose, comprendiéndose toda ella en Hegel).



Así, el pensamiento, o la pre-comprensión del ser, significa cualquier cosa antes que un comprender conceptual y totalitario. Lo que acabamos de decir del ser podría decirse de lo mismo.[lvi] Tratar el ser (y lo mismo) como categorías, o la «relación con el ser» como relación con una categoría que podría ser a su vez (mediante «inversión de los términos», [TI]) pospuesta o subordinada a una relación determinada (relación ética, por ejemplo), ¿no equivale a impedir así, de entrada, toda determinación (ética, por ejemplo)? Toda determinación pre-supone en efecto el pensamiento del ser. Sin este pensamiento; ¿cómo dar un sentido al ser como otro, como otro sí (mismo), a la irreductibilidad de la existencia y de la esencia del otro, a la responsabilidad que se sigue de ello?, etc. «El privilegio de ser responsable de sí mismo, como ente, en una palabra, el privilegio de existir implica a su vez la necesidad de comprender el ser.»[lvii] Si comprender el ser es poder dejar ser (respetar el ser en la esencia y la existencia, y ser responsable de su respeto), la comprensión del ser concierne siempre a la alteridad, y por excelencia a la alteridad del otro con toda su originalidad: sólo se puede tener que dejar ser aquello que no se es. Si al ser le queda siempre por dejar ser y si pensar es dejar ser al ser, el ser es ciertamente lo otro del pensamiento. Pero como no es lo que es más que por el dejar-lo-ser del pensamiento, y como éste no piensa más que por la presencia del ser que aquél deja ser, el pensamiento y el ser, el pensamiento y lo otro, son lo mismo; lo cual, recordemos, no quiere decir lo idéntico, o lo uno, o lo igual.

Todo esto viene a querer decir que el pensamiento del ser no hace del otro una especie del género ser. No sólo porque el otro es «refractario a la categoría», sino porque el ser no es tampoco una categoría. Como el otro, el ser no tiene complicidad alguna con la totalidad, ni con la totalidad finita, totalidad violenta de la que habla Levinas, ni con una totalidad infinita. La noción de totalidad está siempre en relación con el ente. Es siempre «metafísica» o «teológica», y es en conexión con ella cómo las nociones de finito y de infinito adquieren sentido.[lviii] Extraño a la totalidad finita o infinita de los entes, extraño en el sentido que hemos precisado más arriba, extraño sin ser otro ente u otra totalidad de entes, el Ser no podría oprimir o encerrar al ente y sus diferencias. Mientras la mirada del otro me mande, como dice Levinas, y me mande que mande, es necesario que yo pueda dejar ser al Otro en su libertad de Otro y recíprocamente. Pero el ser mismo no manda nada ni a nadie. Como el ser no es el señor del ente, su pre-cedencia (metáfora óntica) no es una arquía. La mejor liberación respecto de la violencia es una cierta puesta en cuestión que solicita la búsqueda de la arché. Sólo puede hacerlo el pensamiento del ser, y no la «filosofía» o la «metafísica» tradicionales. Estas son, pues, «políticas» que sólo pueden escapar a la violencia por medio de la economía: luchando violentamente contra las violencias de la an-arquía, cuya posibilidad en la historia es, todavía, cómplice del arquismo.

De la misma manera que tuvo que apelar a evidencias fenomenológicas en contra de la fenomenología, Levinas debe, pues, suponer y poner en práctica continuamente el pensamiento o la pre-comprensión del ser en su discurso, incluso cuando lo dirige contra la «ontología». ¿Qué significaría, de otra manera, «la exterioridad como esencia del ser» (TI)? ¿Y «sostener el pluralismo como estructura del ser» (DL)? ¿Y que «el encuentro con el rostro es, absolutamente, una relación con lo que es. Quizás sólo el hombre es sustancia, y es por eso por lo que es rostro »?[lix]

La trascendencia ético-metafísica supone, pues, ya la trascendencia ontológica. El epékeina tes ousías (en la interpretación de Levinas) no llevaría más allá del Ser mismo, sino más allá de la totalidad del ente o de la onticidad del ente (el ser ente del ente) o incluso de la historia óntico. Heidegger se refiere también al epékeina tes ousías para anunciar la trascendencia ontológica,[lx] pero muestra también que se ha determinado demasiado deprisa la indeterminación del agathón hacia el que se abre paso la trascendencia.

Así, el pensamiento del ser no podría producirse como violencia ética. Por el contrario, es sin ese pensamiento como se estaría imposibilitado para dejar ser al ente, y como se encerraría la trascendencia en la identificación y la economía empírica. Al negarse, en Totalidad e infinito, a prestar dignidad alguna a la diferencia óntico-ontológica, al no ver en ésta más que una astucia de la guerra, y al llamar metafísica al movimiento intra-óntico de la trascendencia ética (movimiento respetuoso de un ente hacia el otro), Levinas confirma el planteamiento de Heidegger: ¿no ve éste en la metafísica (en la ontología metafísica) el olvido del ser y la simulación de la diferencia óntico-ontológica? «La Metafísica no plantea la cuestión de la verdad del Ser mismo.»[lxi] Aquélla piensa el ser de manera implícita, como es inevitable en todo lenguaje. Por eso el pensamiento del ser debe emprender su vuelo en la metafísica, y producirse, en primer lugar, como metafísica de la metafísica en la cuestión: «¿Qué es la metafísica?». Pero en el pensamiento, lo esencial está en la diferencia entre lo implícito y lo explícito, y ésta, determinada de forma conveniente, conforma las rupturas y las cuestiones más radicales. «Es verdad, sigue diciendo Heidegger, que la Metafísica representa al ente en su ser y piensa así el ser del ente. Pero no piensa la diferencia del Ser y el ente.»[lxii]

Para Heidegger es, pues, la metafísica (o la ontología metafísica) lo que sigue siendo clausura de la totalidad, y lo que no trasciende el ente más que hacia el ente (superior) o hacia la totalidad (finita o infinita) del ente. Esta metafísica estaría esencialmente ligada a un humanismo que no se pregunta jamás «en qué forma pertenece la esencia del hombre a la verdad del Ser».[lxiii] «Lo propio de toda metafísica se revela en que es “humanista”.»[lxiv] Pero lo que nos propone Levinas es a la vez un humanismo y una metafísica. Se trata de acceder, por la vía real de la ética, al ente supremo, a lo verdaderamente ente («sustancia» y «en sí» son expresiones de Levinas) como otro. Y este ente es el hombre, determinado en su esencia de hombre, como rostro, a partir de su semejanza con Dios. ¿No es a eso a lo que apunta Heidegger cuando habla de la unidad de la metafísica, del humanismo y de la onto-teología? «El encuentro con el rostro no es simplemente un hecho antropológico. Es, hablando en términos absolutos, una relación con lo que es. Quizás sólo el hombre es sustancia, y es por eso por lo que es rostro.» Ciertamente. Pero es la analogía del rostro con la cara de Dios lo que, de la forma más clásica, distingue al hombre del animal y determina su sustancialidad: «El Otro se asemeja a Dios». La sustancialidad del hombre, que le permite ser rostro, está así fundada en la semejanza con Dios, que es pues El Rostro y la sustancialidad absoluta. El tema del rostro requiere, pues, una segunda referencia a Descartes. Levinas no la formula jamás: se trata, y está reconocido por la Escuela, de la equivocidad de la noción de sustancia con respecto a Dios y a las criaturas (cf. por ejemplo, Principios, 1, 51). A través de más de una mediación, nos vemos así remitidos a la problemática escolástica de la analogía. No tenemos la intención de entrar en ello aquí.[lxv] Anotemos simplemente que, pensada a partir de una doctrina de la analogía, de la «semejanza», la expresión rostro humano no es ya, en el fondo, tan extraña a la metáfora como Levinas parece creer. «... El Otro se asemeja a Dios...»: ¿no es esa la metáfora originaria?

La cuestión del ser es cualquier cosa antes que una discusión de la verdad metafísica de este esquema, del que, anotémoslo de paso, se sirve precisamente el llamado «humanismo ateo» para denunciar en él el proceso mismo de la alienación. La cuestión del ser retrocede más acá de este esquema, de esta oposición de los humanismos, hacia el pensamiento del ser que presupone esta determinación del ente-hombre, del ente-Dios, de su relación analógica, cuya posibilidad sólo puede abrirla la unidad pre-conceptual y pre-analógica el ser. No se trata de sustituir a Dios por el ser, ni de fundar a Dios sobre el ser. El ser del ente (por ejemplo de Dios)[lxvi] no es el ente absoluto, ni el ente infinito, ni siquiera el fundamento del ente en general. Por eso la cuestión del ser no puede ni siquiera encentar el edificio metafísico de Totalidad e infinito (por ejemplo). Simplemente, se mantiene para siempre fuera de alcance para «la inversión de los términos» ontología y metafísica propuesta por Levinas. El tema de esta inversión no juega, pues, un papel indispensable, sólo tiene sentido y necesidad, en la economía y la coherencia del libro de Levinas en su totalidad.



¿Qué significaría, para la metafísica y para el humanismo, preguntarse «de qué manera pertenece a la verdad del Ser la esencia del hombre» (Humanismo)? Quizás esto: ¿sería posible la experiencia del rostro, podría expresarse, si no estuviese implicado ahí ya el pensamiento del ser? El rostro es, en efecto, la unidad inaugural de una mirada desnuda y de un derecho a la palabra. Pero los ojos y la boca no conforman un rostro a no ser que, más allá de la necesidad, puedan «dejar ser», vean y digan lo que es tal como es, accedan al ser de lo que es. Pero como el ser es, no puede ser simplemente producido sino precisamente respetado por una mirada y una palabra, aquél debe provocar a éstas, debe interpelarlas. No hay palabras sin un pensar y decir del ser. Pero como el ser no es nada fuera del ente determinado, no aparecería como tal sin la posibilidad de la palabra. El ser, él mismo, únicamente puede ser pensado y ser dicho. Es contemporáneo del Logos, que a su vez no puede ser más que como Logos del ser, que dice el ser. Sin esta doble genitividad, la palabra, separada del ser, encerrada en el ente determinado, no sería, según la terminología de Levinas, más que el grito de la necesidad antes del deseo, gesto del yo dentro de la esfera de lo homogéneo. Es sólo entonces cuando en la reducción o la subordinación del pensamiento del ser «el discurso filosófico mismo» no sería «sino un acto fallido, pretexto para un psicoanálisis o para una filología o para una sociología ininterrumpidas, en que la apariencia de un discurso se evapora en el Todo» (TI). Es sólo entonces cuando la relación con la exterioridad no encontraría ya su respiración. La metafísica del rostro encierra, pues, el pensamiento del ser, presupone la diferencia entre el ser y el ente al mismo tiempo que la silencia.



Si esta diferencia es originaria, si pensar el ser fuera del ente es no pensar nada, si no es, tampoco, pensar nada el abordar al ente de otra manera que en su ser, sin duda se tendrá algún derecho a decir, con Levinas (con reservas frente a la expresión ambigua «ser en general») que «al desvelamiento del ser en general... preexiste la relación con el ente que se expresa; al plano de la ontología, el plano ético» (TI. El subrayado es nuestro). Si la preexistencia tiene el sentido óntico que debe tener, está fuera de discusión. De hecho, en la existencia, la relación con el ente que se expresa precede al desvelamiento, al pensamiento explícito del ser mismo. Sólo que no hay expresión, en el sentido de palabra y no de necesidad, a no ser que haya ya implícitamente pensamiento del ser. Del mismo modo que, de hecho, la actitud natural precede a la reducción trascendental. Pero es sabido que la «pre-cedencia» ontológica o trascendental no es de ese orden, y nadie lo ha pretendido jamás. Esta «pre-cedencia» no contradice, como tampoco confirma, la precesión óntica o factual. De lo que se sigue que el ser, por estar siempre de hecho ya determinado como ente y por no ser nada fuera de él, está siempre ya disimulado. La frase de Levinas -preexistencia de la relación con el ente- es la fórmula misma de esa ocultación inicial. Como el ser no existe antes del Ente -y por eso es Historia- empieza por ocultarse bajo su determinación. Esta determinación como revelación del ente (Metafísica) es el velamiento mismo del ser. No hay en eso nada accidental ni lamentable. «La eclosión del ente, el resplandor que le corresponde, oscurece la claridad del ser. El ser se retira en la medida en que se desencierra en el ente» (Sendas perdidas). ¿No es, pues, arriesgado hablar del pensamiento del ser como de un pensamiento dominado por el tema del desvelamiento (TI)? Sin esta simulación del ser bajo el ente, no habría nada, y no habría historia. Que el ser se produzca de parte a parte como historia y mundo significa que no puede ser sino en un retirarse bajo las determinaciones ónticas en la historia de la metafísica. Pues las «épocas» históricas son las determinaciones metafísicas (ontoteológicas) del ser, que se pone así él mismo entre paréntesis, se reserva bajo los conceptos metafísicos. Es bajo esa extraña luz del ser-historia cómo Heidegger deja resurgir la noción de «escatología», tal como aparece, por ejemplo, en Sendas perdidas: «El ser mismo [...] es en sí mismo escatológico». Habría que meditar desde más cerca la relación de esta escatología con la escatología mesiánica. La primera supone que la guerra no es un accidente que le sobreviene al ser sino el ser mismo. Das Sein selber das Strittige ist (Humanismo). Proposición que no hay que entender en consonancia con Hegel: aquí la negatividad no tiene su origen ni en la negación ni en la inquietud de un ente infinito y primero. La guerra no es, quizás, incluso, pensable ya como negatividad.



A la simulación original del ser bajo el ente, que es anterior al error del juicio, y a la que nada precede en el orden óntico, le llama Heidegger, es sabido, errancia. «Toda época de la historia mundial es una época de la errancia» (Sendas perdidas). Si el ser es tiempo e historia, es que la errancia y la esencia epocal del ser son irreductibles. ¿Cómo, entonces, acusar a este pensamiento de la errancia interminable, de ser un nuevo paganismo del Lugar, un culto complaciente de lo Sedentario (TI, DL)?[lxvii] El requerimiento del Lugar y de la Tierra -hay que subrayarlo- no tiene aquí nada del apego apasionado al territorio, a la localidad, no tiene nada de provincialismo o de particularismo. Está al menos tan escasamente ligado al «nacionalismo» empírico como lo está o debería estar la nostalgia hebrea de la Tierra, nostalgia provocada no por la pasión empírica sino por la irrupción de una palabra y de una promesa.[lxviii] Interpretar el tema heideggeriano de la Tierra o de la Habitación como el tema de un nacionalismo o de un barresismo ¿no es de entrada expresar una alergia -esta palabra, esta acusación que tan frecuentemente emplea Levinas- al «clima» de la filosofía de Heidegger? Por otra parte Levinas reconoce que sus «reflexiones», tras haberse dejado inspirar por «la filosofía de Martin Heidegger», «están dominadas por una necesidad profunda de abandonar el clima de esta filosofía» (EE). Se trata de una necesidad, cuya legitimidad natural seríamos los últimos en discutirla, y además creemos que el clima no es nunca totalmente exterior al pensamiento mismo. Pero, ¿no es más allá de la «necesidad», del «clima» y de una cierta «historia» como aparece la verdad desnuda de lo otro? ¿Y quién nos lo enseña mejor que Levinas?

El Lugar no es, pues, un Aquí empírico, sino siempre un Illic; para Heidegger, como para el Judío y el Poeta. La proximidad del Lugar está siempre reservada, dice Hölderlin comentado por Heidegger.[lxix] El pensamiento del ser no es pues un culto pagano del Lugar puesto que el Lugar no es la proximidad dada, sino la proximidad prometida. Después, además, porque no es un culto pagano. Lo Sagrado de lo que habla no pertenece ni a la religión en general, ni a ninguna teología, y no se deja determinar, en consecuencia, por ninguna historia de la religión. Es, primeramente, la experiencia esencial de la divinidad o de la deidad. En cuanto que ésta no es ni un concepto ni una realidad, debe dar acceso a sí misma dentro de una proximidad extraña a la teoría o a la afectividad mística, a la teología y al entusiasmo. En un sentido que no es, una vez más, ni un concepto ni una realidad, aquélla precede a toda relación con Dios o con los Dioses. Esta última relación, cualquiera que sea su tipo, supone, para ser vivida y para ser dicha, alguna pre-comprensión de la deidad, del ser-dios de Dios, de la «dimensión de lo divino» de la que habla también Levinas al decir que ésta «se abre a partir del rostro humano» (TI). Eso es todo, y es, como de costumbre, simple y difícil. Lo sagrado es «el único espacio esencial de la divinidad que, a su vez, abre, y únicamente ella, una dimensión para los dioses y el dios... » (Humanismo...). Este espacio (en el que Heidegger dice también lo Alto)[lxx] está más acá de la fe y del ateísmo. Ambas cosas lo presuponen. «Sólo a partir de la verdad del Ser se puede pensar la esencia de lo Sagrado. Es sólo a partir de la esencia de lo Sagrado como hay que pensar la esencia de la Divinidad. Es sólo a la luz de la esencia de la Divinidad como se puede pensar y decir lo que debe designar la palabra “Dios”» (Humanismo). Esta precomprensión de lo Divino no puede dejar de estar presupuesta por el discurso de Levinas en el momento mismo en que pretende oponer Dios a lo divino sagrado. Que los dioses o Dios sólo puedan anunciarse en el espacio de lo Sagrado y en la luz de la deidad es a la vez el límite y el recurso del ser-finito como historia. Límite, puesto que la divinidad no es Dios. En un sentido, no es nada. «Lo sagrado, es verdad, aparece. Pero el dios se mantiene lejos.»[lxxi] Recurso, puesto que esta anticipación como pensamiento del ser (del ente Dios) ve venir siempre a Dios, abre la posibilidad (la eventualidad) de un encuentro de Dios y de un diálogo con Dios.[lxxii]

El que la deidad de Dios, que permite pensar y nombrar a Dios, no sea nada, sobre todo, no sea Dios mismo, es lo que particularmente Meister Eckhart decía de esta manera: «Dios y la deidad son tan diferentes el uno del otro como el cielo y la tierra... Dios actúa, la deidad no actúa, no tiene nada que producir, no hay en ella producción alguna, jamás ha tenido a la vista ninguna producción...» (Sermón Nolite timere eos). Pero esta deidad está aquí todavía determinada como esencia-del-Dios-trinitario. Y cuando Meister Eckhart quiere ir más allá de las determinaciones, el movimiento que bosqueja sigue estando, parece, encerrado en la trascendencia óntica: «Al decir que Dios no es un ser y que está por encima del ser, no le he negado por eso el ser, al contrario, le he atribuido un ser más elevado» (Quasi stella matutina...). Esta teología negativa sigue siendo una teología y, al menos en su letra, para ella se trata de liberar y de reconocer la trascendencia inefable de un ente infinito, «ser por encima del ser y negación superesencial». Al menos en su letra, pero la diferencia entre la onto-teología metafísica, por una parte, y el pensamiento del ser (de la diferencia) por otra parte, significa la importancia esencial de la letra. La diferencia literal, aun produciéndose a través de movimientos de explicitación, coincide, casi, con la diferencia de pensamiento. Por eso, aquí, el pensamiento del ser, cuando va más allá de las determinaciones ónticas, no es una teología negativa ni incluso una ontología negativa.

La anticipación «ontológica», la trascendencia hacia el ser permite, pues, entenderse, por ejemplo acerca de la palabra Dios, e incluso si este entendimiento no es más que el éter donde puede resonar la disonancia. Esta trascendencia habita y funda el lenguaje y con él la posibilidad de todo estar-junto; de un Mitsein mucho más original que alguna de sus formas eventuales, con la que se ha querido confundir: la solidaridad, el equipo, la camaradería.[lxxiii] Implicado por el discurso de Totalidad e infinito, siendo el único que permite dejar ser a los otros en su verdad, liberando el diálogo y el cara a cara, el pensamiento del ser está, pues, tan próximo de la no-violencia como es posible.

No la llamamos no-violencia pura. Como la violencia pura, la no-violencia pura es un concepto contradictorio. Contradictorio más allá de lo que Levinas llama «lógica formal». La violencia pura, relación entre seres sin rostro, no es todavía violencia, es no-violencia pura. Y recíprocamente: la no-violencia pura, no-relación de lo mismo con lo otro (en el sentido en que lo entiende Levinas) es violencia pura. Sólo un rostro puede detener la violencia, pero en primer término porque sólo él puede provocarla. Levinas lo dice muy bien: «La violencia sólo puede apuntar a un rostro» (TI). Además, sin el pensamiento del ser que abre el rostro, no habría más que no-violencia o violencia puras. El pensamiento del ser no es, pues, jamás extraño a una cierta violencia.[lxxiv] Que este pensamiento aparezca siempre en la diferencia, que lo mismo (el pensamiento [y] [de] el ser) no sea jamás lo idéntico, significa de entrada que el ser es historia, se disimula a sí mismo en su producción y se hace originariamente violencia en el pensamiento para decirse y mostrarse. Un ser sin violencia sería un ser que se produjera fuera del ente: nada; no-historia; no-producción; no-fenomenalidad. Una palabra que se produjera sin la menor violencia no de-terminaría nada, no diría nada, no ofrecería nada al otro; no sería historia y no mostraría nada; en todos los sentidos de esta palabra, y en primer lugar en su sentido griego, sería una palabra sin frase.

En el límite, el lenguaje no-violento, según Levinas, sería un lenguaje que se privase del verbo ser, es decir, de toda predicación. La predicación es la primera violencia. Como el verbo ser y el acto predicativo están implicados en cualquier otro verbo y en todo nombre común, el lenguaje no-violento sería en el límite un lenguaje de pura invocación, de pura adoración, que no profiere más que nombres propios para llamar al otro a lo lejos. Un lenguaje así estaría, en efecto, como lo desea expresamente Levinas, purificado de toda retórica, es decir, en el sentido primero de esta palabra que se evocará aquí sin artificialidad, de todo verbo. Un lenguaje así ¿seguiría mereciendo su nombre? ¿Es posible un lenguaje puro de toda retórica? Los griegos, que nos han enseñado lo que quería decir Logos, no lo habrían admitido nunca. Platón nos lo dice en el Crátilo (425a), en El sofista (262 ad) y en la Carta VII (342b): no hay Logos que no suponga el entrelazamiento de nombres y verbos.

En fin, si se mantiene uno dentro del proyecto de Levinas, ¿qué ofrecería al otro un lenguaje sin frase, un lenguaje que no dijera nada? El lenguaje debe dar el mundo al otro, nos dice Totalidad e infinito. Un maestro que se prohibiese la frase no daría nada; no tendría discípulos, sino sólo esclavos. Le estaría prohibida la obra -o la liturgia-, este gasto que rompe la economía, y que no hay que pensar, según Levinas, como un Juego.

Así, en su más alta exigencia no-violenta, denunciando el paso por el ser y el momento del concepto, el pensamiento de Levinas no nos propondría solamente, como decíamos más arriba, una ética sin ley, sino también un lenguaje sin frase. Eso sería completamente coherente, si el rostro no fuese más que mirada, pero es también palabra; y en la palabra, es la frase lo que hace acceder el grito de la necesidad a la expresión del deseo. Ahora bien no hay frase que no determine, es decir, que no pase por la violencia del concepto. La violencia aparece con la articulación. Y ésta no llega a establecerse más que mediante la circulación (primeramente pre-conceptual) del ser. La misma elocución de la metafísica no-violenta es su primer desmentido. Sin duda Levinas no negaría que todo lenguaje histórico comporta un momento conceptual irreductible, y en consecuencia una cierta violencia. Sólo que, a sus ojos, el origen y la posibilidad del concepto no son el pensamiento del ser sino la donación del mundo al otro como completamente otro (cf. por ejemplo, TI, p. 192). En esa posibilidad originaria del ofrecimiento, en su intención aún silenciosa, el lenguaje es no-violento (pero, ¿es entonces lenguaje, en esa pura intención?). No se haría violento más que en su historia, en lo que hemos llamado la frase, que le obliga a articularse en una sintaxis conceptual que abre la circulación a lo mismo, dejándose controlar por la «ontología» y por lo que se mantiene para Levinas como el concepto de los conceptos: el ser. Ahora bien, el concepto de ser no sería a sus ojos más que un medio abstracto producido para la donación del mundo al otro, que está por encima del ser. Así pues, es solamente en su origen silencioso cómo el lenguaje, antes del ser, sería no-violento. Pero ¿por qué la historia? ¿Por qué se impone la frase? Porque, si no se arranca violentamente el origen silencioso a él mismo, si se decide no hablar, la peor violencia cohabitará en silencio con la idea de la paz. La paz sólo se hace en un cierto silencio, determinado y protegido por la violencia de la palabra. Como no dice ninguna otra cosa que el horizonte de esta paz silenciosa por la que se hace invocar, y que tiene como misión proteger y preparar, la palabra guarda indefinidamente el silencio. Nunca escapamos a la economía de guerra.

Se ve: separar la posibilidad originaria del lenguaje -como no-violencia y don- de la violencia necesaria en la efectividad histórica, es apoyar el pensamiento en una transhistoricidad. Cosa que hace explícitamente Levinas a pesar de su crítica inicial del «ahistoricismo» husserliano. El origen del sentido es para él no-historia, «más allá de la historia». Habría que preguntarse entonces si, en ese caso, es posible, como pretende Levinas, identificar pensamiento y lenguaje; si esta trans-historicidad del sentido es auténticamente hebraica en su inspiración; si, en fin, esta no-historia se separa de la historicidad en general, o solamente de una cierta dimensión empírica u óntica de la historia. Y si la escatología invocada puede separarse de toda referencia a la historia. Pues nuestra propia referencia es aquí simplemente conceptual. La economía de la que hablamos no se conforma mejor al concepto de historia tal como ha funcionado siempre, y que es difícil, si no imposible, sustraer a su horizonte teleológico o escatológico.

Esta a-historicidad del sentido en su origen es, pues, lo que separa en el fondo a Levinas de Heidegger. Como para este último el ser es historia, éste no es fuera de la diferencia y se produce, en consecuencia, originariamente como violencia (no-ética), como simulación de sí en su propio desvelamiento. Que el lenguaje oculte así siempre su propio origen: en eso no hay contradicción alguna, sino la historia misma. En la violencia ontológico-histórica,[lxxv] que permite pensar la violencia ética, en la economía como pensamiento del ser, el ser está necesariamente disimulado. La primera violencia es esta simulación, pero es también la primera derrota de la violencia nihilista y la primera epifanía del ser. El ser es, pues, menos el primum cognitum, como se decía, que lo primero disimulado, y estas dos proposiciones no se contradicen. Por el contrario, para Levinas, el ser (entendido como concepto) es lo primero disimulante, y la diferencia óntico-ontológico neutralizaría así la diferencia, la alteridad infinita de lo completamente otro. La diferencia óntico-ontológica no sería, por otra parte, pensable más que a partir de la idea del Infinito, de la irrupción inanticipable del ente completamente otro. Éste sería, pues, anterior a la diferencia entre el ser y el ente y a la alteridad histórica que aquélla puede abrir. Para Levinas como para Heidegger, el lenguaje sería a la vez eclosión y reserva, iluminación y ocultamiento; para los dos, la disimulación sería un gesto conceptual. Pero para Levinas, el concepto está del lado del ser, para Heidegger, del lado de la determinación óntica.

Este esquema acusa la oposición, pero, como se da el caso con frecuencia, deja también adivinar la proximidad. Proximidad de dos «escatologías» que por vías opuestas repiten y someten a cuestión la aventura «filosófica» en su totalidad salida del platonismo. La interrogan a la vez desde dentro y desde fuera bajo la forma de una cuestión a Hegel, en quien se resume y se piensa esta aventura. Tal proximidad se anunciaría en cuestiones de este tipo: por un lado, Dios (ente-infinito-otro) ¿es todavía un ente pensado que se deja pre-comprender a partir de un pensamiento del ser (singularmente de la divinidad)? Dicho de otra forma, ¿se le puede llamar al infinito determinación óntica? ¿No se ha pensado siempre Dios como el nombre de lo que no es ente supremo pre-comprendido a partir de un pensamiento del ser? ¿No es Dios el nombre de lo que no puede dejarse anticipar a partir de la dimensión de lo divino? ¿No es Dios el otro nombre del ser (nombre, puesto que no-concepto) cuyo pensamiento abriría la diferencia y el horizonte ontológico en lugar de simplemente anunciarse ahí? Abertura del horizonte y no en el horizonte. Mediante el pensamiento de lo infinito, el cierre óntico habría sido ya roto, en un sentido de lo impensado, que habría que interrogar desde más cerca, por aquello que Heidegger llama la metafísica y la onto-teología. Por el otro lado: ¿no es el pensamiento del ser el pensamiento de lo otro antes de ser la identidad homogénea del concepto y la asfixia de lo mismo? ¿No es la ultra-historia de la escatología el otro nombre del paso a una historia más profunda, a la Historia misma? Pero a una historia que, en tanto que no puede estar ella misma en alguna presencia, originaria o final, debería cambiar de nombre.

En otros términos, se podría quizás decir que la ontología no precede a la teología más que poniendo entre paréntesis el contenido de la determinación óntica de lo que, en el pensamiento filosófico post-helénico, se llama Dios: a saber, la infinitud positiva. La infinitud positiva tendría sólo la apariencia -nominal- de lo que se llama una determinación óntica. Aquélla sería en verdad lo que se rehúsa a ser determinación óntica comprendida como tal a partir de y a la luz de un pensamiento del ser. Es la infinitud, por el contrario -en tanto que no-determinación y operación concreta- lo que permitiría pensar la diferencia entre el ser y la determinación óntica. El contenido óntico de la infinitud destruiría el cierre óntico. Implícitamente o no, el pensamiento de la infinitud abriría la cuestión y la diferencia óntico-ontológica. Sería paradójicamente este pensamiento de la infinitud (lo que se llama el pensamiento de Dios) lo que permitiría afirmar la precedencia de la ontología sobre la teología, y que el pensamiento del ser está presupuesto por el pensamiento de Dios. Sin duda por esta razón es por lo que, respetuosos de la presencia del ser unívoco o del ser en general en todo pensamiento, Duns Scoto o Malebranche no han creído tener que distinguir los niveles de la ontología (o metafísica) y de la teología. Heidegger nos recuerda a menudo «la extraña simplicidad» del pensamiento del ser: ahí está su dificultad, y lo que afecta propiamente a lo «incognoscible». La infinitud no sería para Heidegger más que una determinación ulterior de esta simplicidad. Para Malebranche es la forma misma de ésta: «La idea de lo infinito en extensión encierra, pues, más realidad que la de los cielos; y la idea de lo infinito en todos los géneros de ser, la que corresponde a esta palabra, el ser, el ser infinitamente perfecto, contiene infinitamente más realidad, aunque la percepción con la que nos afecta esta idea sea la más ligera de todas; tanto más ligera cuanto que más vasta, y en consecuencia infinitamente ligera porque es infinita» (Conversación de un filósofo cristiano con un filósofo chino). Como el Ser no es nada (determinado), se produce necesariamente en la diferencia (como diferencia). Decir, por una parte, que es infinito, o decir, por otra parte, que no se revela o no se produce más que «de una sola vez junto con» (in eins mit) la Nada (¿Qué es metafísica?) -lo cual significa que es «finito en su esencia» (ibíd.)- ¿es eso decir, en el fondo, una cosa distinta? Pero habría que mostrar que Heidegger no ha querido decir jamás «otra cosa» que la metafísica clásica y que la transgresión de la metafísica no es una nueva tesis metafísica u onto-teológica. Así, la cuestión acerca del ser del ente no introduciría solamente -y entre otras cosas- a la cuestión acerca del ente-Dios; aquella cuestión supondría ya a Dios como posibilidad misma de su cuestión, y la respuesta en su cuestión. Dios estaría implicado en toda cuestión acerca de Dios y precedería a todo «método». El contenido mismo del pensamiento de Dios es el de un ser acerca del cual no puede plantearse ninguna cuestión (salvo que sea planteada por él) y que no puede dejarse determinar como un ente. En El profano (Idiota), una meditación admirable de Nicolás de Cusa desarrolla esta implicación de Dios en toda cuestión, y primeramente en la cuestión de Dios. Por ejemplo, El profano: «Mira qué fácil es la dificultad teológica, puesto que la respuesta se ofrece siempre al que busca de acuerdo con el modo mismo de la cuestión planteada. El orador: Cierto, nada es más sorprendente. Pr: Toda búsqueda que concierne a Dios presupone el objeto mismo de esta búsqueda. A toda cuestión que se plantee acerca de Dios, lo que hay que responder es precisamente eso que supone primeramente la cuestión. Pues aunque sobrepasa toda significación, Dios se significa a través de toda significación cualquiera que sea la palabra que lo exprese. Or: Explícate... Pr: ¿No supone la cuestión de la existencia de Dios por anticipado la noción misma de existencia? Or: Por cierto que sí. Pr: Desde el momento que has planteado la cuestión: ¿Existe Dios?, puedes responder lo que está precisamente en cuestión, a saber, que existe, puesto que es el Ser mismo presupuesto en la cuestión. Lo mismo vale para la cuestión ¿Quién es Dios?, porque esta cuestión supone la quididad; podrás, pues, responder que Dios es la Quididad absoluta en sí misma. Y así para toda cuestión. Y sobre este punto no hay duda posible. Pues Dios es la presuposición universal en sí misma, que está presupuesta de todas formas, como la causa está presupuesta en todo efecto. Mira, pues, Orador, qué fácil es la dificultad teológica... Si justo todo aquello que está supuesto por anticipado en toda cuestión teológica da respuesta así a la cuestión, no existe, en consecuencia, ninguna cuestión que concierna propiamente a Dios, puesto que en la cuestión planteada la respuesta coincide con la interrogación»[lxxvi]



Al convertir la relación con lo infinitamente otro en el origen del lenguaje, del sentido y de la diferencia, sin relación con lo mismo, Levinas se resuelve, pues, a traicionar su intención en su discurso filosófico. Éste no se entiende y no enseña más que si deja primero circular en él lo mismo y el ser. Esquema clásico, complicado aquí por una metafísica del diálogo y de la enseñanza, de una demostración que contradice lo demostrado por el rigor y la verdad misma de su encadenamiento. Círculo mil veces denunciado del escepticismo, del historicismo, del psicologismo, del relativismo, etc. Pero el verdadero nombre de esta inclinación del pensamiento ante lo Otro, de esta aceptación resuelta de la incoherencia incoherente inspirada por una verdad más profunda que la «lógica» del discurso filosófico, el verdadero nombre de esta resignación del concepto, de los a priori y de los horizontes trascendentales, es el empirismo. En el fondo éste sólo ha cometido una falta: la falta filosófica de presentarse como una filosofía. Y hay que reconocer la profundidad de la intención empirista bajo la ingenuidad de algunas de sus expresiones históricas. Es el sueño de un pensamiento puramente heterológico en su fuente. Pensamiento puro de la diferencia pura. El empirismo es su nombre filosófico, su pretensión o su modestia metafísicas. Decimos sueño porque se desvanece con el día y desde que se alza el lenguaje. Pero se objetará quizás que el que duerme es el lenguaje. Sin duda, pero entonces, hay que volver a hacerse clásico, de una cierta manera, y reencontrar otros motivos de divorcio entre la palabra y el pensamiento. Es un camino muy, quizás, demasiado abandonado hoy. Entre otros por Levinas.

Al radicalizar el tema de la exterioridad infinita del otro, Levinas asume así el designio que ha animado más o menos secretamente todos los gestos filosóficos que se han llamado empirismos en la historia de la filosofía. Lo hace con una audacia, una profundidad y una resolución que no se habían alcanzado nunca. Llegando hasta el término de este proyecto, renueva totalmente el empirismo y lo invierte revelándose a él mismo como metafísica. A pesar de las etapas husserliana y heideggeriana de su pensamiento, Levinas no quiere retroceder ante la palabra empirismo. Al menos por dos veces, apela al «empirismo radical que confía en la enseñanza de la exterioridad» (TI). La experiencia del otro (del infinito) es irreductible, es, pues, «la experiencia por excelencia» (ibíd.). Y a propósito de la muerte, que es su irreductible recurso, Levinas habla de un «empirismo que no tiene nada de positivista»[lxxvii] Pero ¿puede hablarse de una experiencia de lo otro o de la diferencia? ¿No ha sido siempre el concepto de experiencia determinado por la metafísica de la presencia? ¿No es siempre la experiencia encuentro de una presencia irreductible, percepción de una fenomenalidad?

Esta complicidad entre el empirismo y la metafísica no tiene nada de sorprendente. Al criticarlos, o más bien al «limitarlos» en un único y mismo gesto, Kant y Husserl habían reconocido bien su solidaridad. Habría que meditar ésta desde más cerca. En esta meditación Schelling había ido muy lejos.[lxxviii]

Pero el empirismo ha sido determinado siempre por la filosofía, desde Platón a Husserl, como no-filosofía: pretensión filosófica de la no-filosofía, incapacidad de justificarse, de darse auxilio como palabra. Pero esta incapacidad, cuando se asume con resolución, discute la resolución y la coherencia del logos (la filosofía) en su raíz en lugar de dejarse cuestionar por él. Nada puede, pues, solicitar tan profundamente el logos griego -la filosofía- como esta irrupción de lo completamente otro, nada puede despertarlo tanto a su origen como también a su mortalidad, a su otro.

Pero si (para nosotros esto es sólo una hipótesis) se llama judaísmo a esta experiencia de lo infinitamente otro, hay que reflexionar sobre esta necesidad en la que aquél se encuentra, sobre esta orden que se le da de producirse como logos y de despertar al Griego en la sintaxis autística de su propio sueño. Necesidad de evitar la peor violencia que amenaza cuando se entrega uno silenciosamente a lo otro en la noche. Necesidad de adoptar las vías del único logos filosófico que no puede sino invertir la «curvatura del espacio» en provecho de lo mismo. De un mismo que no es lo idéntico y que no encierra al otro. Es un Griego quien ha dicho: «Si hay que filosofar, hay que filosofar; si no hay que filosofar, hay todavía que filosofar (para decirlo y pensarlo). Hay que filosofar siempre». Levinas lo sabe mejor que otros. «No se podría rehusar las Escrituras sin saberlas leer, ni amordazar la filología sin filosofía, ni detener, si fuera necesario, el discurso filosófico, sin de nuevo filosofar» (DL). «Hay que recurrir-estoy convencido de esto- al medium de toda comprensión y de todo entendimiento, en el que toda verdad se refleja-precisamente a la civilización griega, a lo que ésta engendró; al logos, al discurso coherente de la razón, a la vida en un Estado razonable. Ese es el verdadero terreno de todo entendimiento» (DL). Un lugar así de encuentro no puede ofrecer solamente una hospitalidad de encuentro con un pensamiento que se mantendría extraño a él. Todavía menos puede ausentarse el Griego, que ha prestado su morada y su lenguaje, mientras que el Judío y el Cristiano se encuentran en la casa de aquél (puesto que es de este encuentro de lo que se trata en el texto que acabamos de citar). Grecia no es un territorio neutro, provisional, fuera de la frontera. La historia en la que se produce el logos griego no puede ser el accidente feliz que entrega un terreno de entendimiento a aquellos que oyen la profecía escatológica y a los que no la oyen en absoluto. No puede ser exterior y accidente para ningún pensamiento. El milagro griego no es esto o aquello, tal o cual acierto asombroso; es la imposibilidad por siempre, para cualquier pensamiento, de tratar a sus sabios, según la expresión de san Juan Crisóstomo, como «sabios de fuera». Al haber proferido el epékeina tes ousías, al haber reconocido desde su segunda palabra (por ejemplo en El sofista) que la alteridad debía circular en el origen del sentido, al acoger la alteridad en el corazón del logos, el pensamiento griego del ser se ha protegido para siempre contra toda convocación absolutamente sorprendente.

¿Somos Judíos? ¿Somos Griegos? Vivimos en la diferencia entre el Judío y el Griego, que es quizás la unidad de lo que se llama la historia. Vivimos en y de la diferencia, es decir, en la hipocresía, de la que tan profundamente dice Levinas que es «no sólo un despreciable defecto contingente del hombre, sino el desgarramiento profundo de un mundo ligado a la vez a los filósofos y a los profetas» (TI).

¿Somos Griegos? ¿Somos Judíos? Pero, ¿quiénes, nosotros? ¿Somos (cuestión no cronológica, cuestión pre-lógica) primeramente Judíos o primeramente Griegos? Y el extraño diálogo entre el Judío y el Griego, la paz misma, ¿tiene la forma de la lógica especulativa absoluta de Hegel, lógica viviente que reconcilia la tautología formal y la heterología empírica[lxxix] tras haber pensado el discurso profético en el Prefacio de la Fenomenología del espíritu? ¿Tiene, por el contrario, esta paz la forma de la separación infinita y de la trascendencia impensable, indecible, del otro? ¿Al horizonte de qué paz pertenece el lenguaje que plantea esta cuestión? ¿De dónde saca la energía de su cuestión? ¿Puede dar cuenta del acoplamiento histórico del judaísmo y del helenismo? ¿Qué legitimidad tiene, cuál es el sentido de la cópula en esta proposición del más hegeliano, quizás, de los novelistas modernos: «Jewgreek is greekiew. Extremes meet»?[lxxx]

Jacques Derrida





--------------------------------------------------------------------------------

[i] Emmanuel Levinas, Théorie de l’intuition dans la phénoménologie de Husserl, 1.ª ed. Alcen, 1930; 2.ª ed. Vrin, 1963; De l’existence à l’existant (Fontaine, 1947); Le temps et l’autre in «Le choix, le Monde, l’Existence» (Cahiers du Collège philosophique, Arthaud, 1949); En découvrant l’existence. Avec Husserl et Heidegger, Vrin, 1949; Totalité et Infini, Essai sur l’extériorité, La Haya, M. Nijhoff, 1961 (Trad. esp. Totalidad e infinito, Salamanca, Sigueme, 1977); Difficile Liberté, Essais sur le judaisme, Albin Michel, 1963.

Nos referiremos también a varios artículos que mencionaremos en su momento. Las obras principales se designarán por las iniciales de su título: Théorie de l’intuition...: THI; De l’existence á l’existant: EE; Le Temps et l’Autre: TA; En découvrant l’existence: EDE; Totalité et Infini: TI; Difficile Liberté: DL.

Este ensayo estaba ya escrito cuando aparecieron dos importantes textos de Emmanuel Levinas: «La Trace de l’Autre» in Tijdschrift voor Filosofie, sept. 1963, y «La Signification et le Sens» in Revue de métaphysique et morale, n.° 2, 1964. Desgraciadamente sólo podemos aqui hacer breves alusiones a ellos.

[ii] Después de haber pretendido restaurar la intención propiamente ontológica que duerme en la metafísica, después de haber despertado la «ontología fundamental» bajo la «ontología metafísica», Heidegger propone finalmente, ante la tenacidad del equívoco tradicional, renunciar en adelante a los términos «ontología», «ontológico» (Introducción a la metafísica). La cuestión del ser no está sometida a ninguna ontología.

[iii] Es decir, de relativismo: la verdad de la filosofía no depende de su relación con la (actualidad del acontecimiento griego o europeo. Por el contrario, hay que acceder al eidos griego o europeo a partir de una irrupción o de una llamada cuya procedencia es determinada de formas diversas por Husserl y Heidegger. Queda que para los dos «la irrupción de la filosofía» («Aufbruch oder Einbruch der Philosophie», Husserl, Krisis...), es el «fenómeno originario» que caracteriza a Europa como «figura espiritual» (ibíd.). Para los dos, «la palabra philosophia nos dice que la filosofía es algo que, primeramente y ante todo, determina la existencia del mundo griego. Hay más: la filosofía determina también en el fondo el curso más interno de nuestra historia europeo-occidental. La tan repetida expresión “filosofía europeo-occidental” es en realidad una tautología. ¿Por qué? Porque la “filosofía” es griega en su ser mismo -griego quiere decir aquí: la filosofía es, en su ser original, de tal naturaleza que es en primer lugar el mundo griego y solamente él el que aquélla, para desplegarse, ha captado, reclamándolo». Heidegger, ¿Qué es la filosofía? Acerca de la manera como hay que entender, con mayor precisión, estas alusiones a Grecia, cf. también Sendas perdidas.

[iv] Husserl: «La razón no soporta que se la distinga en “teórica”, “práctica” o “estética”, etc.» (La filosofía como toma de consciencia de la humanidad, trad. esp, en La Filosofía como ciencia estricta, Buenos Aires, 1973). Heidegger: «Los pensadores anteriores a esa época (en la que nace la ciencia y se esfuma el pensamiento) no conocen ni una “lógica”, ni una “ética” ni una “Física”». Carta sobre el Humanismo, trad. esp. D. García Bacca.

[v] Parcial no sólo por el punto de vista escogido, por la amplitud de la obra de Levinas, por los límites, materiales y de otro orden, de este ensayo. Sino también porque la escritura de Levinas, que merecería por sí sola un estudio, y en la que el gesto estilístico, sobre todo en Totalidad e infinito, puede menos que nunca distinguirse de la intención, prohibe esa desencarnación prosaica en el esquema conceptual que es la primera violencia de todo comentario. Ciertamente, Levinas recomienda el buen uso de la prosa que rompe el encanto o la violencia dionisíacos y prohibe el rapto poético, pero eso no cambia nada: en Totalidad e infinito, el uso de la metáfora, siendo como es admirable y estando las más de las veces, si no siempre, más allá del abuso retórico, alberga en su pathos los movimientos más decisivos del discurso. Al renunciar demasiadas veces a reproducirlas en nuestra prosa desencantada, ¿seremos fieles o infieles? Además, el desarrollo de los temas no es, en Totalidad e infinito, ni puramente descriptivo ni puramente deductivo. Se despliega con la insistencia infinita de las aguas contra una playa: retorno y repetición, siempre, de la misma ola contra la misma orilla, en lo que, sin embargo, resumiéndose cada vez, todo se renueva v se enriquece infinitamente. En virtud de todos estos desafíos al comentador y al crítico, Totalidad e infinito es una obra y no un tratado.

[vi] Al final de Difícil libertad, bajo el título: «Firma», se encontrarán los puntos de referencia para una biografía filosófica de Levinas.

[vii] Cf. «La técnica fenomenológica» en Husserl, Cahiers de Royaumont, e «Intencionalidad y metafísica» en Revue Philosophique, 1959.

[viii] El otro ancestro, el latino, será cartesiano: la idea de lo Infinito que se anuncia al pensamiento como lo que lo desborda siempre. Acabamos de nombrar los dos únicos gestos filosóficos que, con la exclusión de sus autores, Levinas absuelve totalmente y reconoce como inocentes. Fuera de esas dos anticipaciones, la tradición no habría conocido jamás, bajo el nombre de infinito, otra cosa que el «falso-infinito» incapaz de desbordar absolutamente lo Mismo: lo infinito como horizonte indefinido o como trascendencia de la totalidad a las partes.

[ix] Cf. los ejemplos filosóficos y poéticos que da de esto G. Bachelard en La Tierra y los ensueños del reposo, pp. 22 y ss.

[x] Este esquema rige siempre la relación de Levinas con Husserl. El teoreticismo y el objetivismo serían la conclusión y la letra husserlianas que traicionan el espíritu del análisis intencional y de la fenomenología. Cf., por ejemplo, Intencionalidad y metafísica: «La gran aportación de la fenomenología husserliana reside en esta idea de que la intencionalidad o la relación con la alteridad no cuaja polarizándose como sujeto-objeto. Ciertamente, la manera como Husserl mismo interpreta y analiza este desbordamiento de la intencionalidad objetivante por la intencionalidad trascendental consiste en reducir ésta a otras intuiciones y como a “pequeñas percepciones”». (¿Habría suscrito Husserl esa interpretación de su «interpretación»? Estamos lejos de darlo por seguro, pero no es este el lugar para esa cuestión.) Sigue una descripción de la esfera pre-objetiva de una experiencia intencional que sale absolutamente de sí hacia lo otro (descripción que nunca nos ha parecido que desborde, sin embargo, una cierta literalidad husserliana). El mismo esquema en La técnica fenomenológica y en Totalidad e infinito: a la «enseñanza esencial» de Husserl se le opone «la letra». «¡Qué importa si en la fenomenología husserliana, tomada al pie de la letra, esos horizontes insospechados se interpretan, a su vez, como pensamientos que apuntan a objetos!»

[xi] Proposición que Husserl, sin duda, no habría aceptado fácilmente. Igualmente, todo el análisis consagrado a la tesis dóxica y al parágrafo 117 de Ideas (THI, p. 192) ¿hasta qué punto tiene en cuenta la extraordinaria ampliación de las nociones de tesis y de doxa que lleva a cabo Husserl, quien se muestra ya preocupado en respetar la originalidad de lo práctico, de lo axiológico, de lo estético? En cuanto a la significación histórica de la reducción, es verdad que en 1930 y en sus obras publicadas, Husserl no la había tematizado todavía. Volveremos a ello. Por el momento no estamos interesados en la verdad husserliana, sino en el itinerario de Levinas.

[xii] En cuanto a la representación, motivo importante de la divergencia, en cuanto a su dignidad y a su estatuto en la fenomenología husserliana, parece, sin embargo, que no ha dejado de tener dudas. Pero es de nuevo, casi siempre, entre el espíritu y la letra. A veces también entre el derecho y el hecho. Se podrá seguir este movimiento a través de los pasajes siguientes: THI, pp. 90 y ss.; EDE, pp. 22 y 23 y sobre todo p. 52, La técnica fenomenológica, pp. 98 y 99; TI, pp. 95 y ss.

[xiii] En EDE, en una época (1940-1949) en que no estaban ya reservadas las sorpresas en este terreno, el tema de esta crítica seguirá siendo central: «En Husserl el fenómeno del sentido no ha sido determinado nunca por la historia». (No queremos decir aquí que esta frase esté finalmente en contradicción con las intenciones que se conocían entonces de Husserl. Pero éstas, y cualquiera que fuera su fondo en definitiva, ¿no eran ya más problemáticas de lo que parece creer Levinas?)

[xiv] El mismo Hegel no escaparía a la regla. La contradicción sería superada sin cesar y al final de los finales. La audacia extrema consistiría aquí en volver contra Hegel la acusación de formalismo y en denunciar la reflexión especulativa como lógica del entendimiento, como tautológica. Puede imaginarse la dificultad de la tarea.

[xv] Otra dificultad: la técnica no es condenada nunca simplemente por Levinas. Aquélla puede salvar de una violencia peor, de la violencia «reaccionaria», «La técnica nos arranca del mundo heideggeriano y de las supersticiones del Lugar.» «dejar resplandecer el rostro humano en su desnudez» (DL). Volveremos a ello. Aquí sólo pretendemos dejar presentir que ninguna filosofía de la no-violencia puede nunca en la historia –pero ¿tendría sentido en otra parte?- otra cosa que escoger la violencia menor en una economía de la violencia.

[xvi] «Liberté et Commandement» en Revue de métaphysique et de morale, 1953.

[xvii] Entre los numerosos pasajes que denuncian la impotencia de dicha « lógica formal» frente a las significaciones de la experiencia desnuda, señalemos en particular TI, pp. 168, 237, 253, 345, donde la descripción de la fecundidad debe reconocer «una dualidad de lo Idéntico,. (Uno en dos, uno en tres... Pero ¿no había sobrevivido ya el Logos griego a sacudidas de este orden? ¿No las había acogido en él más bien?)

[xviii] Afirmación a la vez profundamente fiel a Kant («El respeto se aplica siempre únicamente a las personas», Razón práctica), y en el fondo anti-kantiana puesto que sin el elemento formal de la universalidad, sin el orden puro de la ley, el respeto del otro, el respeto y el otro, no escapan ya a la inmediatez empírica y patológica. ¿Cómo escapar, a ésta, sin embargo, según Levinas? Se lamentará quizás aquí que no se organice ninguna confrontación sistemática y paciente con Kant en particular. Que nosotros sepamos, solamente se hace alusión, y apenas de paso, en un artículo. a «ecos kantianos» y «a la filosofía práctica de Kant, a la que nos sentimos particularmente próximos» («L'ontologie est-elle fondamentale?, RMM, 1951, recogido en Phénoménologie, Existence). Esta confrontación sería requerida no sólo por los temas éticos, sino va por la diferencia entre totalidad e infinito, a la que Kant, entre otros y quizás más que otros, dedicó también algunos pensamientos.

[xix] Levinas acusa con frecuencia al magisterio socrático, que no enseña nada, que sólo enseña 1o ya conocido, y hace salir todo de sí, es decir, del Yo o de lo Mismo como memoria. La anámnesis sería también una procesión de lo Mismo. En este punto al menos no podrá oponerse a Kierkegaard (cf. por ejemplo, J. Wahl, Études kierkegaardiennes, pp. 308 y 309): la crítica que dirige al platonismo es aquí literalmente kierkegaardiana. Es cierto que Kierkegaard oponía Sócrates a Platón cada vez que se trataba de reminiscencia. Ésta pertenecería a la «especulación» platónica, de la que Sócrates se «separa» (Post-scriptum).

[xx] «A priori et subjectivité» en Revue de métaphysique et de morale, 1962.

[xxi] Manifestes philosophiques, trad. L. Althusser.

[xxii] M. de Gandillac, Introduction aux oeuvres choisies de Nicolas de Cues, p. 35.

[xxiii] NRF, dic. 1961: «Connaissance de l’inconnu».

[xxiv] Es cierto que para Merleau-Ponty -y a diferencia de Levinas- el fenómeno de la alteridad era primordialmente, si no exclusivamente, el del movimiento de la temporalización

[xxv] Aun defendiéndose de tener «la ridícula pretensión de “corregir” a Buber» (TI), Levinas reprocha, en sustancia; a la relación Yo-Tú: 1. el ser recíproca y simétrica, haciendo violencia así a la altura y sobre todo a la separación y al secreto; 2. el ser formal, al poder «unir el hombre a las cosas tanto como el Hombre al hombre» (TI); 3. el preferir la preferencia, la «relación privada», la «clandestinidad» de la pareja «que se basta a sí misma y. se olvida del universo» (TI). Pues hay también en el pensamiento de Levinas, a pesar de la protesta contra la neutralidad, un requerimiento del tercero, del testigo universal, de la cara del mundo que nos guarda contra el «espiritualismo desdeñoso» del yo-tú. Otros podrán decir, quizás, si Buber se reconocería en esta interpretación. Cabe anotarlo ya de paso, Buber parece haber prevenido estas reticencias. ¿Acaso no había precisado que la relación yo-tú no era ni una preferencia ni una exclusiva, al ser anterior a todas esas modificaciones empíricas y eventuales? En tanto fundada en el Yo-Tú absoluto que nos vuelve hacia Dios, aquélla abre, por el contrario, la posibilidad de toda relación con el otro. Comprendida en su autenticidad originaria, ni nos aparta ni nos distrae. Como muchas de las contradicciones en las que se ha pretendido poner en aprietos a Buber, ésta cede, nos dice el Post-scriptum al Yo y Tú, «en un nivel superior del juicio» y en «la designación paradójica de Dios persona absoluta»... «Dios hace participar su carácter de absoluto en la relación en la que entra con el hombre. Volviéndose hacia él, el hombre no tiene, pues, necesidad de apartarse de ninguna relación de Yo-Tú. Él las reconduce hacia él, legítimamente, y les ofrece la posibilidad de transfigurarse “en la cara de Dios”.»

[xxvi] Acerca del tema de la altura de Dios en sus relaciones con la posición tendida del niño o del hombre (por ejemplo en su lecho de enfermo o de muerte), acerca de las relaciones de la clínica y la teología, cf. por ejemplo, Feuerbach, op. cit., p. 233.

[xxvii] Habría que interrogar aquí a Malebranche, que se debate también con el problema de la luz y de la cara de Dios (cf. sobre todo X Eclaicissement).

[xxviii] No iremos más allá de este esquema. Sería vano pretender entrar aquí en las descripciones consagradas a la interioridad, la economía, el gozo, la habitación, lo femenino, el Eros, a todo lo que se propone bajo el título de Más allá del rostro, y cuya situación merecería sin duda algunas cuestiones. Estos análisis no son solamente una incansable e interminable destrucción de la «lógica formal»; son tan finas y tan libres con respecto a la conceptualidad tradicional que un comentario de algunas páginas los traicionaría desmesuradamente. Bástenos saber que dependen, aun sin ser deducidos de ella, pero regenerándola incesantemente, de la matriz conceptual que acabamos de diseñar.

[xxix] Acerca de estos temas decisivos de la identidad, de la ipseidad y de la igualdad, para confrontar a Hegel y Levinas, cf. especialmente J. Hyppolite, Genèse et structure de la phénoménologie de l’esprit, t. I, pp. 147 y ss. y Heidegger, Identität und Differenz

[xxx] Pensamos aquí en la distinción, común en particular a Levinas y a E. Weil, entre discurso y violencia. No tiene el mismo sentido en uno y en otro, Levinas lo advierte de paso y, rindiendo homenaje a E. Weil por «el empleo sistemático y vigoroso del término violencia en su oposición al discurso» (DL). Estaríamos tentados de decir un sentido diametralmente opuesto. El discurso que E. Weil reconoce como no-violento es ontología, proyecto de ontología (cf. Logique de la philosophie, por ejemplo, pp. 28 y ss. El nacimiento de la ontología. El discurso). «El acuerdo entre los hombres se establecerá por sí mismo si los hombres no se ocupan de ellos mismos, sino de lo que es»; su polo es la coherencia infinita y su estilo, al menos, es hegeliano. Esta coherencia en la ontología es la violencia misma para Levinas: el «fin de la historia» no es Lógica absoluta, coherencia absoluta del Logos consigo en sí, no es acuerdo en el Sistema absoluto, sino Paz en la separación, la diáspora de los absolutos. A la inversa, el discurso pacífico según Levinas, el que respeta la separación y rehusa el horizonte de la coherencia ontológica, ¿no es eso la violencia misma para E. Weil? Esquematicemos: según E. Weil la violencia no será o más bien no sería reducida más que con la reducción de la alteridad o de la voluntad de alteridad. Para Levinas es lo contrario. Pero es que para él la coherencia es siempre finita (totalidad en el sentido que él le da a esa palabra, rehusando toda significación a la noción de totalidad infinita). Para E. Weil es la noción de alteridad la que implica, por el contrario, la finitud irreductible. Pero para los dos, sólo lo infinito es no-violento, y sólo puede anunciarse en el discurso. Habría que interrogar los presupuestos comunes de esta convergencia y de esta divergencia. Habría que preguntarse si la pre-determinación, común a estos dos pensamientos, de la violación y del logos puros, sobre todo de su incompatibilidad, remite a una evidencia absoluta o quizás ya a una época de la historia del pensamiento, de la historia del Ser. Notemos que Bataille se inspira también, en El erotismo, en conceptos de E. Weil y lo declara explícitamente.

[xxxi] En el fondo es a la noción misma de «constitución del alter ego» a lo que Levinas le niega toda dignidad. Diría sin duda, como Sartre: «Se encuentra al otro, no se lo constituye» (L’Étre et le Néant). Eso es entender la palabra «constitución» en un sentido contra el que Husserl previene frecuentemente al lector. La constitución no se opone a ningún encuentro. Desde luego que no crea, ni construye, ni engendra nada: ni la existencia -o el hecho-, lo que es obvio, ni incluso el sentido, lo que es menos evidente, pero igualmente cierto con tal que se tomen a este respecto algunas pacientes precauciones; con tal que, sobre todo, se distingan los momentos de pasividad y actividad en la intuición en el sentido husserliano, y ese momento en que la distinción se hace ya imposible. Es decir, en el que toda la problemática que opone «encuentro» a «constitución» no tiene ya sentido, o no tiene más que un sentido derivado y dependiente. Como no podemos entrar aquí en estas dificultades, recordemos simplemente esta puesta en guardia de Husserl, entre tantas otras: «También aquí, como a propósito del alter ego, “efectuación de consciencia” (Bewusstseinleistung) no quiere decir que yo invente (erfinde) y que yo haga (mache) esta trascendencia suprema». (Se trata de Dios) (Lógica formal y lógica trascendental).

A la inversa, la noción de «encuentro», a la que hay que recurrir necesariamente si se rechaza toda constitución, en el sentido husserliano del término, aparte de estar amenazada por el empirismo, ¿no deja acaso entender que hay un tiempo y una experiencia sin «otro» antes del «encuentro»? Cabe imaginar a qué dificultades nos vemos llevados entonces. La prudencia filosófica de Husserl es, a este respecto, ejemplar. Las Meditaciones cartesianas subrayan con frecuencia que de hecho y realmente nada precede a la experiencia del otro.

[xxxii] O al menos no puede ser ni ser sea lo que sea, y es justo la autoridad del ser lo que Levinas rehusa profundamente. El que su discurso deba aún someterse a la instancia discutida es una necesidad cuya regla hay que intentar inscribir sistemáticamente en el texto.

[xxxiii] Esta connaturalidad del discurso y la violencia no nos parece que le haya sobrevenido a la historia, ni que esté ligada a tal o cual forma de la comunicación, o aun a tal o cual «filosofía». Quisiéramos mostrar aquí que esta connaturalidad pertenece a la esencia misma de la historia, a la historicidad trascendental, noción que sólo puede entenderse aquí en la resonancia de una palabra común –en un sentido que habría todavía que aclarar- a Hegel, Husserl y Heidegger.

La información histórica o etno-sociológica sólo puede aquí venir a confirmar o sostener, a título de ejemplo fáctico, la evidencia eidético-trascendental. Incluso si esta información fuese manejada (recogida, descrita, explicitada) con la mayor prudencia filosófica o metodológica, es decir, incluso si se articula correctamente con la lectura de esencia y respeta todos los niveles de generalidad eidética, aquélla no podría en ningún caso fundar ni demostrar ninguna necesidad de esencia. Por ejemplo, no estamos seguros de que C. Lévi-Strauss haya tomado esas precauciones, técnicas tanto como trascendentales, cuando, en Tristes Tropiques, avanza en medio de muy bellas páginas, «la hipótesis [...] de que la función primaria de la comunicación escrita es facilitar la esclavitud...». Si la escritura -y ya la palabra en general- retiene en sí una violencia esencial, eso no puede «demostrarse» o «verificarse» a partir de «hechos», sea cual sea la esfera en la que se tomen éstos e incluso si la totalidad de los «hechos» pudiera estar disponible en ese dominio. A menudo se ve cómo la práctica descriptiva de las «ciencias humanas» mezcla, en la confusión más seductora (en todos los sentidos de esta palabra), la encuesta empírica, la hipótesis inductiva y la intuición de esencia, sin que se tome ninguna precaución en cuanto al origen y a la función de las proposiciones que se exponen.

[xxxiv] La alteridad, la diferencia, el tiempo no son suprimidos sino retenidos por el saber absoluto en la forma de la Aufhebung.

[xxxv] Lógica formal y lógica trascendental, trad. L. Villoro (México, 1962), p. 248. El subrayado es de Husserl.

[xxxvi] Ibíd., p. 248. La cursiva es de Husserl.

[xxxvii] Ibíd., p. 261.

[xxxviii] Por supuesto, no podemos hacerlo aquí; lejos de pensar que haya que admirar silenciosamente esta quinta de las Meditaciones cartesianas como la última palabra sobre este problema, aquí no hemos pretendido otra cosa que empezar a experimentar, a respetar su poder de resistencia a las críticas de Levinas.

[xxxix] Die Frage des Warum ist ursprünglich Frage nach der Geschichte, Husserl (inédito, E. III, 9, 1931)

[xl] Logische Untersuchungen, 2, 1, par. 4 (trad. esp. p. 412).

[xli] Ibíd., trad. esp. p. 422.

[xlii] Ibíd., trad. esp. p. 419, por ejemplo.

[xliii] L’ontologie est-elle fondamentale?

[xliv] Carta sobre el humanismo.

[xlv] «Vamos más lejos y, aun arriesgándonos a parecer que confundimos teoría y práctica, tratamos una y otra como modos de la trascendencia metafísica. La aparente confusión es deliberada y constituye una de las tesis de este libro» (TI).

[xlvi] Carta sobre el humanismo.

[xlvii] Acerca de este ascenso hacia el ser más acá de lo predicativo, más acá de la articulación esencia-existencia, etc., cf. entre mil ejemplos, Kant y el problema de la metafísica, pp. 40 y ss.

[xlviii] Por la expresión «ser del ente», fuente de tantas confusiones, no entendemos aquí, como lo hace a veces Heidegger cuando el contexto es bastante claro para prevenir el malentendido, el ser-ente del ente, la onticidad (Seiendheit), sino el ser de la onticidad, lo que Heidegger llama también la verdad del ser.

[xlix] «El pensamiento que plantea la cuestión de la verdad del ser [...] no es ni ética, ni ontología. De ahí que la cuestión de la relación entre estas dos disciplinas dentro de este dominio, quede en adelante sin fundamento» (Carta sobre el humanismo).

[l] L’ontologie est-elle fondamentale?

[li] Tema muy explícito en Sein und Zeit, por ejemplo. Cf. la oposición de Sorge, besorgen y Fürsorge, p. 121 y todo el par. 26. Acerca del antiteoreticismo de Heidegger, en este dominio, cf. sobre todo p. 150

[lii] Dentro del mismo horizonte problemático, pueden confrontarse los pasos de Heidegger (por ejemplo en la Introducción a la metafísica, Sobre la gramática y la etimología de la palabra «ser») y los de Benveniste («Ser y tener en sus funciones lingüísticas» en Problemas de linguistica general).

[liii] Podríamos referirnos aquí a cien pasajes de Heidegger. Pero citemos más bien a Levinas, quien había escrito sin embargo: «Para Heidegger, la comprensión del ser no es un acto puramente teórico... un acto de conocimiento como cualquier otro» (EDE).

[liv] No es necesario aquí remontarse a los presocráticos. Ya Aristóteles había demostrado rigurosamente que el ser no es ni un género ni un principio. (Cf., por ejemplo, Metafísica, B, 3, 998 b20). Esta demostración, que se lleva a cabo al mismo tiempo que una crítica de Platón, ¿no viene a confirmar en realidad una intención de El sofista? El ser era definido ahí, sin duda, como uno de los «géneros mayores» y el más universal de los predicados, pero también ya como lo que permite toda predicación en general. En tanto que origen y posibilidad de la predicación, no es un predicado o al menos no un predicado como cualquier otro, sino un predicado trascendental o transcategorial . Además, El sofista -y eso es su tema- nos enseña a pensar que el ser, otro que lo otro y otro que lo mismo, lo mismo que sí, implicado por todos los demás géneros en tanto que éstos son, lejos de cerrar la diferencia, por el contrario la libera, y él mismo sólo es lo que es por esta liberación.

[lv] Kant y el problema de la metafísica, trad. esp. p. 188. Acerca del carácter no-conceptual del pensamiento del ser, cf. entre otros, Vom Wesen des Grundes, trad. fr. p. 57 y ss, Carta sobre el humanismo, trad. fr. p. 97. Introducción a la metafísica, trad. fr. pp. 49 y ss. Y passim. Sendas perdidas, trad. fr. p. 287. Y en primer lugar el par. 1 de Sein und Zeit.

[lvi] Las relaciones esenciales entre lo mismo y lo otro (la diferencia) son de tal naturaleza que la hipótesis misma de subsumir lo otro bajo lo mismo (la violencia según Levinas) no tiene ningún sentido. Lo mismo no es una categoría, sino la posibilidad de toda categoría. Habría que confrontar aquí atentamente las tesis de Levinas con el texto de Heidegger que se titula Identität und Differenz (1957). Para Levinas, lo mismo es el concepto, igual que el ser y lo uno son conceptos, y estos tres conceptos se comunican inmediatamente entre ellos (cf. TI., p. 282, por ejemplo). Para Heidegger lo mismo no es lo idéntico (cf. Carta sobre el humanismo, p. 163, por ejemplo). Y en primer lugar porque no es una categoría. Lo mismo no es la negación de la diferencia, el ser tampoco.

[lvii] Kant y el problema de la metafísica, trad. esp. p. 190.

[lviii] En su bellísimo estudio, Heidegger y el pensamiento de la finitud, H. Birault muestra cómo el tema de la Endlichkeit va siendo abandonado progresivamente por Heidegger, por «la misma razón que había motivado (su) empleo en una cierta época...» y por la «preocupación de separar del pensamiento del Ser, no sólo las supervivencias y las metamorfosis de la teología cristiana, sino también lo teológico, que es absolutamente constitutivo de la metafísica como tal. En efecto, si el concepto heideggeriano de Endlichkeit no ha sido jamás el concepto teológico-cristiano de la finitud, queda igualmente que la idea del ser finito es por sí misma una idea ontológicamente teológica y, como tal, incapaz de satisfacer a un pensamiento que se retira de la Metafísica sólo para meditar, a la luz de la verdad olvidada del Ser, acerca de la unidad todavía oculta de su esencia onto-teológica» (Revue internationale de philosophie, n.° 52, 1960). Un pensamiento que quiera llegar hasta su propio final, en su lenguaje, hasta el final de lo que enfoca bajo el nombre de finitud originaria o de finitud del ser, debería, en consecuencia, abandonar no solamente las palabras y los temas de lo finito y lo infinito, sino, lo que sin duda es imposible, todo aquello que éstos rigen dentro del lenguaje en el sentido más profundo de esta palabra. Esta última imposibilidad no significa que el más allá de la metafísica y de la onto-teología sea impracticable; por el contrario, confirma la necesidad de tomar apoyo en la metafísica para este desbordamiento inconmensurable. Necesidad claramente reconocida por Heidegger. Esa necesidad hace notar bien que sólo la diferencia es fundamental, y que el ser no es nada fuera del ente.

[lix] «Liberté et Commandement», en Revue de métaphysique et de morale, 1953.

[lx] Vom Wesen des Grundes, trad. fr. pp. 91 y ss., e Introducción a la metafísica, trad. fr. p. 210.

[lxi] Carta sobre el humanismo, trad. fr. p. 51 y passim.

[lxii] Ibíd., p. 49. Cf. también, entre otros lugares, pp. 67, 75, 113, etc.

[lxiii] Ibíd., p. 51.

[lxiv] Ibíd., p. 47

[lxv] Citaremos, más bien, un pasaje de la Docta ignorancia donde Nicolás de Cosa se pregunta: «¿Cómo podríamos, pues, comprender la criatura en tanto criatura, la cual procede de Dios y que, toda ella en su conjunto no podría añadir nada al Ser infinito?». Y para ilustrar el «doble proceso del envolvimiento y del desenvolvimiento» de los que «se ignora absolutamente el modo», escribe: «Supongamos un rostro cuyas imágenes se multiplicaran de lejos y de cerca (no se habla aquí de distancia espacial, sino de grados de participación de la imagen en la verdad del modelo, pues es en eso en lo que consiste necesariamente la participación); en estas imágenes multiplicadas y diversificadas de un único rostro, según modos diversos y múltiples, lo que aparecería es un solo rostro, más allá de toda aprehensión de los sentidos o del pensamiento, de manera incomprensible». (Libro II, cap. III, en Oeuvres choisies, por M. de Gandillac, p. 115.)

[lxvi] El pensamiento del ser sería lo que permite decir, sin ingenuidad, reducción o blasfemia, «Dios, por ejemplo». Es decir, pensar a Dios como lo que es, sin hacer de él un objeto. Es lo que Levinas, de acuerdo aquí con todas las metafísicas infinitistas más clásicas, juzgaría imposible, absurdo o puramente verbal: ¿cómo pensar lo que se dice cuando se propone la expresión: Dios -o lo infinito- por ejemplo? Pero la noción de ejemplaridad ofrecería sin duda más de un recurso contra esta objeción.

[lxvii] En un violento artículo (Heidegger, Gagarin y nosotros, DL), se le designa a Heidegger como el enemigo de la técnica, y se le alinea entre los «enemigos de la sociedad industrial» que «casi siempre son reaccionarios». Se trata de una acusación a la que Heidegger ha respondido tan frecuentemente y tan claramente que no podemos aquí hacer otra cosa mejor que remitir a sus escritos, en particular a La cuestión de la técnica, que trata de la técnica como «modo del desvelamiento» (en Ensayos y Conferencias), a la Carta sobre el humanismo, a la Introducción a la metafísica (La limitación del Ser), donde se liga una cierta violencia, de la que hablaremos enseguida, en un sentido no peyorativo y no ético (trad. fr. p. 173), a la técnica, en el desvelamiento del Ser (deinón-techne).

Se ve, en todo caso, precisarse la coherencia de la acusación lanzada por Levinas. El ser (como concepto) sería la violencia de lo neutro. Lo sagrado sería la neutralización del Dios personal. La «reacción» contra la técnica no apuntaría al peligro de despersonalización técnica, sino a que precisamente libera del encantamiento por lo Sagrado y del enraizamiento en el lugar.

[lxviii] Como no podemos desarrollar aquí este debate, remitimos a los textos más claros de Heidegger sobre este punto: a) Sein und Zeit: temas de la « Unheimlichkeit» esencial, de la «desnudez» del ser-en-el-mundo, «als Un-zuhause» (pp. 276 y 277). Es esa condición auténtica de lo que huye precisamente la existencia neutra del Se. b) Carta sobre el humanismo, p. 93, a propósito del poema Retorno de Hölderlin, Heidegger nota que, en su comentario, la palabra «patria» «es pensada aquí en un sentido esencial, no patriótico, ni nacionalista, sino más bien desde el punto de vista de la Historia del Ser». c) Ibid., p. 103. En particular Heidegger escribe ahí: «Todo nacionalismo es, en el plano metafísico, un antropologismo, y como tal un subjetivismo. El nacionalismo no se supera por el puro internacionalismo, sino que solamente se lo amplía y se lo erige en sistema». d) En fin, en cuanto a la habitación y a la casa (que también Levinas acuerda cantar, pero, a decir verdad, como momento de la interioridad y precisamente como economía), Heidegger precisa que la casa no determina metafóricamente al ser a partir de su economía, sino que, por el contrario, sólo se deja determinar como tal a partir de la esencia del ser. Ibid., p. 151. Cf. también... El hombre habita como poeta, donde, notémoslo de paso, Heidegger distingue lo Mismo y lo Igual (das Selbe-das Gleiche): «Lo Mismo aparta todo apresuramiento en resolver las diferencias en lo Igual», en Ensayos y Conferencias, trad. fr. p. 231. Cf., en fin, Construir, Habitar, Pensar (ibid.).

[lxix] Cf., por ejemplo, Retorno en Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin.

[lxx] Ibíd.

[lxxi] Retorno, Interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin; trad. esp. p. 48.

[lxxii] Cf. también Vom Wesen des Grumdes, trad. fr. de Corbin, p. 91, nota 1. La teología, pensamiento del ente-Dios, de la esencia y la existencia de Dios, supondría, pues, el pensamiento del ser. No es necesario referirse aquí a Heidegger para comprender este movimiento; sino en primer lugar a Duns Scoto, a quien, como es sabido, Heidegger había consagrado uno de sus primeros escritos. Para Duns Scoto, el pensamiento del ser común y unívoco es necesariamente anterior al pensamiento del ente determinado (determinado, por ejemplo, como finito o infinito, creado o no creado, etc.). Lo cual no quiere decir:

1.° que el ser común y unívoco sea un género y, a este propósito, Duns Scoto recupera la demostración aristotélica sin recurrir, no obstante, a la analogía. (Cf. sobre este tema particularmente E. Gilson, Jean Duns Scot, Introduction à ses positions fondamentales, pp. 104 y 105.)

2.° que la doctrina de la univocidad del ser sea incompatible con la doctrina aristotélico-tomista y con la analogía, que, como muestra E. Gilson (ibíd., pp, 84-115) se sitúa en otro plano y responde a otra cuestión. El problema que se le plantea a Duns Scoto -y que es el que nos ocupa aquí, en este diálogo entre Levinas y Heidegger- «se plantea, pues, sobre un terreno que no es ya el de Aristóteles ni el de Tomás de Aquino puesto que, para penetrar en él, hay que salir primero del dilema que imponía el aristotelismo entre lo singular y 1o universal, lo “primero” y lo “segundo”, hay que escapar al mismo tiempo de la necesidad de escoger entre lo análogo y lo unívoco, lo cual sólo puede hacerse aislando una noción de ser de alguna manera metafísicamente pura de toda determinación» (ibíd., p. 89). Se sigue de ahí que el pensamiento del ser (que Gilson llama aquí, a diferencia de Heidegger, «metafísica»), si bien está implicado en toda teología, no la precede ni la rige en absoluto, como harían un principio o un concepto. Las relaciones de «primero» y de «segundo», etc., no tienen aquí ningún sentido.

[lxxiii] Ya Sartre había interpretado, como Levinas, el Mitsein en el sentido de la camaradería, del equipo, etc. Remitimos aquí a Sein und Zeit. Cf. también Le concept du monde chez Heidegger. W. Biemel, con mucha exactitud y claridad, confronta ahí esa interpretación con las intenciones de Heidegger (pp. 90 y ss). Añadamos simplemente que, originalmente, el con del Mitsein no denota más una estructura de equipo animada por una tarea neutra y común, que el con del «lenguaje con Dios» (TI). El ser que puede interpelar el Mitsein no es, como a menudo deja entender Levinas, un tercer término, una verdad común, etc. En fin, la noción de Mitsein describe una estructura originaria de la relación entre Da-sein y Da-sein, que es anterior a toda significación de «encuentro» o de «constitución», es decir, al debate que evocábamos más arriba (cf. también Sein und Zeit: «Con y también deben entenderse a la manera de los existenciarios y no de las categorías», p. 48).

[lxxiv] Cf. Introducción a la metafísica (sobre todo La limitación del Ser).

[lxxv] Hay que precisar aquí que «ontológico» no remite a ese concepto de ontología al que Heidegger nos propone que «renunciemos» (cf. más arriba), sino a aquella expresión inencontrable mediante la que habría que reemplazarlo. La palabra «histórico» debe modificarse también para ser entendida en consonancia con la palabra «ontológico», de la cual no es el atributo y en relación con la cual no denota ninguna derivación.

[lxxvi] Oeuvres choisies de N. de Cues, por M, de Gandillac.

[lxxvii] Entre deux mondes (Biographie spirituelle de Franz Rosenzweig, en La Conscience juive, PUF, 1963, p. 126). Esta conferencia es, que sepamos, junto con un articulo de A. Neher (Cahiers de l’Institut de science économique appliqué, 1959), el único texto importante consagrado a Rosenzweig, más conocido en Francia como el autor de Hegel und der Staat que de Der Stern der Erlösung (La estrella de la redención) (1921). La influencia de Rosenzweig en Levinas parece haber sido profunda. «La oposición a la idea de totalidad nos ha impresionado en el Stern der Erlösung de Franz Rosenzweig, demasiado presente en este libro como para ser citado» (TI).

[lxxviii] En su Exposición del empirismo filosófico, escribe Schelling: «Dios sería así el ser encerrado en él mismo de una manera absoluta, sería sustancia en el sentido más elevado, libre de toda relación. Pero por el hecho mismo de que consideramos estas determinaciones como puramente inmanentes, como no relacionándose con nada exterior, se encuentra uno en la necesidad de concebirlas partiendo de Él, es decir, de concebirlo a él mismo como el prius, o sea como el prius absoluto. Y es así como el empirismo llevado hasta sus últimas consecuencias nos conduce a lo supra-empírico». Naturalmente, por «encerrado» y «replegado» no hay que entender clausura finita y mutismo egoísta, sino la alteridad absoluta, lo que Levinas llama lo Infinito absuelto de la relación. Un movimiento análogo se bosqueja en Bergson, quien, en su Introducción a la metafísica critica, en nombre de un empirismo verdadero, las doctrinas empiristas, infieles a la experiencia pura, y concluye: «Este empirismo verdadero es la verdadera metafísica ».

[lxxix] La diferencia pura no es absolutamente diferente (de la no-diferencia). La crítica hegeliana del concepto de diferencia pura es sin duda aquí, para nosotros, el tema más insoslayable. Hegel ha pensado la diferencia absoluta y ha mostrado que sólo puede ser pura siendo impura. En la Ciencia de la Lógica, a propósito de la diferencia absoluta, Hegel escribe, por ejemplo: «Esta diferencia es la diferencia en sí y por sí, la diferencia absoluta, la diferencia de la esencia. Es la diferencia en sí y por sí, y no una diferencia por medio de algo extrínseco, sino tal que se refiera a sí; por consiguiente es diferencia simple. Es esencial entender la absoluta diferencia como simple... La diferencia en sí es la diferencia que se refiere a sí; de este modo es la negatividad de sí misma, la diferencia no respecto de un otro, sino diferencia de sí con respecto a sí misma; no es ella misma sino su otro. Pero lo diferente de la diferencia es la identidad. Es por lo tanto ella misma (esto es, la diferencia) y la identidad. Ambas juntas constituyen la diferencia; esta es el todo y su momento. Se puede decir también que la diferencia, como simple, no es diferencia; lo es sólo en relación con la identidad; pero más bien contiene, como diferencia, igualmente la identidad y esta relación misma. La diferencia es el todo y su propio momento, así como la identidad es igualmente su todo y, su momento» (trad. esp. pp. 366-367).

[lxxx] J. Joyce, Ulysses, p. 622. Pero Levinas no ama a Ulises, ni las astucias de este héroe demasiado hegeliano, de este hombre del nóstos y del círculo cerrado, cuya aventura se resume siempre en su totalidad. A menudo la toma con él (TI, DL). «Al mito de Ulises, que retorna a Ítaca, quisiéramos oponer la historia de Abraham que abandona para siempre su patria por una tierra todavía desconocida y que prohibe a su siervo llevar a ese punto de partida incluso a su hijo» (La huella de lo otro). Sin duda, la imposibilidad del retorno no es ignorada por Heidegger: la historicidad originaria del ser, la originariedad de la diferencia, la errancia irreductible que impide el retorno al ser mismo, que no es nada. Levinas está aquí, pues, del lado de Heidegger. Pero en cambio, ¿es tan poco hebreo el tema del retorno? Al construir a Bloom y a Stephen (san Esteban, Judío-Heleno), Joyce se interesó mucho en las tesis de Victor Bérard, que hacía de Ulises un semita. Es verdad que «Jewgreek is greekjew» es una proposición neutra, anónima en el sentido execrado por Levinas, inscrita en el sombrero de Lynch, « lenguaje de nadie» diría Levinas. Está atribuida, además, a lo que se llama «la lógica femenina»: «Woman’s reason. Jewgreek is greekjew». A este respecto, notemos de paso que Totalidad e infinito lleva el respeto de la disimetría hasta el punto de que nos parece imposible, esencialmente imposible, que haya sido escrito por una mujer. Su sujeto filosófico es el hombre (vir). (Cf. por ejemplo, la Fenomenología del eros que ocupa un lugar tan importante en la economía del libro.) ¿No es algo único en la historia de la escritura metafísica esta imposibilidad por principio, para un libro, de haber sido escrito por una mujer? Levinas reconoce por otra parte que la feminidad es una «categoría ontológica». ¿Hay que poner en relación esta observación con la virilidad esencial del lenguaje metafísico? Pero quizás el deseo metafísico es esencialmente viril, incluso en lo que se llama la mujer. Es, parece, lo que Freud (que habría desconocido la sexualidad como «relación con lo que es absolutamente otro» [TI]), pensaba, no del deseo, ciertamente, pero sí de la libido.

No hay comentarios: